ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de la Madre del Señor
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Memoria de la Madre del Señor


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Espíritu del Señor está sobre ti,
el que nacerá de ti será santo.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Mateo 18,1-5.10.12-14

En aquel momento se acercaron a Jesús los discípulos y le dijeron: «¿Quién es, pues, el mayor en el Reino de los Cielos?» El llamó a un niño, le puso en medio de ellos y dijo: «Yo os aseguro: si no cambiáis y os hacéis como los niños, no entraréis en el Reino de los Cielos. Así pues, quien se haga pequeño como este niño, ése es el mayor en el Reino de los Cielos. «Y el que reciba a un niño como éste en mi nombre, a mí me recibe. «Guardaos de menospreciar a uno de estos pequeños; porque yo os digo que sus ángeles, en los cielos, ven continuamente el rostro de mi Padre que está en los cielos. ¿Qué os parece? Si un hombre tiene cien ovejas y se le descarría una de ellas, ¿no dejará en los montes las noventa y nueve, para ir en busca de la descarriada? Y si llega a encontrarla, os digo de verdad que tiene más alegría por ella que por las 99 no descarriadas. De la misma manera, no es voluntad de vuestro Padre celestial que se pierda uno solo de estos pequeños.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

He aquí Señor, a tus siervos:
hágase en nosotros según tu Palabra.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Jesús, tras terminar su ministerio en Galilea, parte rápidamente hacia Jerusalén, donde le espera la muerte y luego la resurrección. El evangelista indica que "en aquel momento se acercaron a Jesús los discípulos" para pedirle: "¿Quién es el mayor en el Reino de los Cielos?". Es una pregunta que pone de manifiesto lo lejos que están del maestro. En el pasaje paralelo de Marcos (9, 33 ss.) se describe la escena siguiente: Jesús acaba de anunciar la pasión y los discípulos, en lugar de pensar en lo que acaban de escuchar, se ponen a discutir sobre quién de ellos era el más importante. ¡Es realmente increíble la distancia entre las preocupaciones del Maestro y las de los discípulos! En realidad es una situación que continúa repitiéndose también entre los discípulos de hoy: ¡cuántas veces olvidamos el Evangelio porque estamos preocupados solo por nosotros mismos o por nuestras primacías! Jesús no contestó inmediatamente con palabras; tomó a un niño y lo puso "en medio", en el centro de la escena, y dirigiéndose a los discípulos, dijo: "Si no cambiáis y os hacéis como los niños, no entraréis en el Reino de los Cielos". Con estas palabras empieza el cuarto largo discurso de Jesús a los discípulos, y es una espléndida reflexión de la fraternidad cristiana. Ya el inicio es paradójico: el discípulo no es como un adulto, un hombre maduro, como habríamos pensado nosotros, sino un niño, un pequeño que necesita ayuda, apoyo, un hijo. El discípulo es un hijo que debe ser siempre hijo, es decir, debe necesitar siempre al Padre, debe necesitar su ayuda, su custodia, su compañía. Y a los discípulos, a los que les cuesta entender, les explica que quien tiene responsabilidades tiene igualmente que mantener su condición de "hijo", de niño. Es más, solo aquel que es hijo puede ser también padre en la comunidad de creyentes. En el Reino de Dios somos siempre y en cualquier circunstancia hijos. Y Jesús previene de la actitud de despreciar a los discípulos, a los pequeños: sus ángeles están siempre frente a Dios. Es decir, que Dios los protege. Y en esa línea hay que colocar la extraordinaria parábola de la oveja perdida que Jesús narra para mostrar de qué tipo es el amor de Dios por sus hijos. Hace lo imposible para que ninguno de sus pequeños se pierda. Es una dimensión que debería volver a ser más evidente en las comunidades cristianas: en el primer lugar debe estar la preocupación de la salvación de los hermanos y las hermanas. En el pasado se decía que el primer deber de los sacerdotes -y diría, de toda la comunidad cristiana- era la "salvación de las almas". Así debe ser de nuevo, porque esa es la preocupación de Dios.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.