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Liturgia del domingo
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Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo

Homilía

El pasaje evangélico que acabamos de escuchar es conocido como "el texto de la primacía de Pedro"; y escucharlo, en la iglesia de Roma, de la que Pedro fue columna y fundamento, como Pablo, no es solo una ocasión para un hermoso recuerdo del apóstol, tampoco es pretexto solo para destacar las disputas teológicas alrededor de la primacía de Pedro y de sus sucesores. Es un pasaje evangélico que va mucho más allá de esos debates y que interpela a la fe de cada uno de nosotros. Los mismos padres de la Iglesia, que no tenían preocupación alguna sobre la primacía del papa, dieron a estas palabras evangélicas una interpretación más espiritual y más asociada a la vida de cada día del cristiano.
Para comprender bien este episodio es necesario colocarlo en la nueva situación en la que se encontraba Jesús (para ello nos ayuda el pasaje paralelo de Marcos 8, 27-30). Tras su predicación en Galilea, estaba prácticamente solo. Había intentado convertir a la gente que lo seguía en el "nuevo pueblo" de Dios, pero tuvo que constatar una primera derrota: todos lo abandonaron. Termina solo, con aquel pequeño grupo de discípulos. Parecen fieles, es cierto; pero ¿resistirán hasta el final? ¿aceptarán a un mesías crucificado?
Estas y otras preguntas similares abordaban la mente de Jesús.
Por eso reúne a aquel pequeño grupo en un lugar apartado, en la región de Cesarea de Filipo, y les pide qué piensa la gente de él, pues la gente esperaba la llegada del Mesías, pero había una gran incertidumbre sobre su figura y su cometido. No obstante, en general todos estaban de acuerdo en que el Mesías era un hombre poderoso políticamente y militarmente. En cualquier caso, entre la gente ese era un tema candente, hasta el punto de que se podría hablar de una especie de "fiebre mesiánica". Algunos se habían presentado ya como Mesías y habían sublevado a grupos armados, que fueron reprimidos rápidamente por la autoridad romana.
Las respuestas de los discípulos a la pregunta de Jesús reflejan la incertidumbre general: algunos veían en él al Bautista resucitado, otros pensaban que era Elías, otros, Jeremías o alguno de los profetas. Pero todos lo admiraban como un gran profeta, aunque no aquel profeta a través del cual Dios mismo habla y actúa. No obstante, la verdadera intención de Jesús era conocer qué pensaban sus discípulos sobre él: "Y vosotros ¿quién decís que soy yo?". Pedro, en nombre de todos (la Iglesia de Oriente lo llama "corifeo"), responde con la profesión de fe: "Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo". Y Jesús le contesta: "Bienaventurado eres Simón, hijo de Jonás, porque no te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos". Pedro recibió la revelación de Dios. Forma parte de aquel grupo de "pequeños" a los que se había revelado el misterio escondido desde la fundación del mundo (Mt 11, 25-26). Él, como escribe Pablo, pudo probar la profundidad de la riqueza, de la sabiduría y de la ciencia de Dios.
Luego Jesús le da un nuevo nombre: "Tú eres Pedro" ("Petros" en griego). Recibir un nuevo nombre significa recibir una nueva vocación, empezar una nueva historia. El nuevo nombre que Jesús da a Simón, recuerda la idea de la construcción. Es cierto que "la piedra" solo es Jesús; sobre él, "piedra angular", se construye la casa. Pero Pedro se convierte en el prototipo de los discípulos, ejemplo para los creyentes de todo lugar y época: todos debemos participar en su fe. Él mismo nos lo sugiere cuando escribe: "Acercándoos a él, piedra viva... también vosotros, cual piedras vivas, entrad en la construcción de un edificio espiritual" (1 P 2, 4-5). Todo creyente debe participar en el nombre, la historia, la vocación de Pedro para construir el edificio espiritual.
En esta tarea de construcción, todos, de algún modo, recibimos el "poder de las llaves", es decir, el poder de "atar" y "desatar". Como escribe también el profeta Isaías a propósito del elegido de Dios, Eliaquín: "Pondré la llave de la casa de David sobre su hombro; abrirá, y nadie cerrará, cerrará, y nadie abrirá". Se trata de un poder real. Pero ¿qué significa atar y desatar? Desatar significa deshacer los lazos que nos mantienen apegados a nuestro egoísmo, que nos mantienen en el regazo del amor por nosotros mismos, que nos obligan inevitablemente a estar sujetos a los egoísmos personales o de grupo, de clan, de etnia o de nación. Son vínculos que nos hacen esclavos y violentos. Debemos cortarlos urgentemente y tomar el camino hacia el Reino de Dios, donde la amistad, la solidaridad, el servicio mutuo son la nueva ley. Esos son los "lazos" que debemos crear. Jesús dice que esos lazos que hagamos en la tierra quedarán confirmados en el cielo. No se desharán y permanecerán firmes incluso después de la muerte. Es realmente un gran consuelo saber que todo lo que ataremos en la tierra quedará atado también en el cielo, es decir, para siempre. Es como decir que lo importante en la vida es el amor; lo que queda, precisamente, es la amistad que creamos entre nosotros y con todos. Sobre "esta piedra", sobre piedras de esta calidad construye Jesús su Iglesia y el mundo nuevo.

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.