ORACIÓN CADA DÍA

Vigilia del domingo
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Vigilia del domingo


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Quien vive y cree en mí
no morirá jamas.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Lucas 6,43-49

«Porque no hay árbol bueno que dé fruto malo y, a la inversa, no hay árbol malo que dé fruto bueno. Cada árbol se conoce por su fruto. No se recogen higos de los espinos, ni de la zarza se vendimian uvas. El hombre bueno, del buen tesoro del corazón saca lo bueno, y el malo, del malo saca lo malo. Porque de lo que rebosa el corazón habla su boca. «¿Por qué me llamáis: "Señor, Señor", y no hacéis lo que digo? «Todo el que venga a mí y oiga mis palabras y las ponga en práctica, os voy a mostrar a quién es semejante: Es semejante a un hombre que, al edificar una casa, cavó profundamente y puso los cimientos sobre roca. Al sobrevenir una inundación, rompió el torrente contra aquella casa, pero no pudo destruirla por estar bien edificada. Pero el que haya oído y no haya puesto en práctica, es semejante a un hombre que edificó una casa sobre tierra, sin cimientos, contra la que rompió el torrente y al instante se desplomó y fue grande la ruina de aquella casa.»

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Si tú crees, verás la gloria de Dios,
dice el Señor.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Jesús, a través de la imagen del árbol bueno que da frutos buenos, quiere presentar cómo debe ser la vida del discípulo y de toda comunidad cristiana. Obviamente, si el árbol es malo solo podrá dar frutos malos. Es una imagen que habla por sí sola y que nos pide a cada uno de nosotros un serio examen de conciencia, sobre todo cuando nos lamentamos de los pocos frutos que vemos a nuestro alrededor. La bondad o la maldad no son dimensiones asociadas a una situación exterior, o al carácter natural que tiene cada uno. Están estrictamente vinculadas al corazón. La difícil batalla entre el bien y el mal, entre la fe y el orgullo, se libra en el corazón. Entre ser "buenos" o "malos". Aun con todo, debemos tener en cuenta que nadie puede afirmar estar exento del pecado, de la debilidad, de la miseria interior. Lo que pide Jesús -algo que es evidente también en otros pasajes evangélicos- es que prestemos atención a nuestro corazón. Nuestros comportamientos, la actitud de nuestra vida dependen del corazón. Dice Jesús: "El hombre bueno, del buen tesoro del corazón saca lo bueno, y el malo, del malo saca lo malo". Y en otra parte dice: "De dentro, del corazón de los hombres, salen las intenciones malas" (Mc 7, 21). Lógicamente, de un corazón bueno salen propósitos buenos. Toda nuestra vida interior debe centrarse en cambiar nuestro corazón: se trata ante todo de eliminar todo instinto malo, toda cerrazón, todo intento de mirarse a uno mismo y sobre todo el orgullo que nos conduce a una falaz autosuficiencia. La edificación de nuestra vida, al igual que la de la comunidad cristiana, empieza escuchando con atención la Palabra de Dios, es decir, dejando que cale en nuestro corazón para que dé fruto. Jesús cierra el discurso narrando la parábola de la casa edificada sobre roca. Las palabras evangélicas, acogidas y puestas en práctica día a día, son como los cimientos para una casa. Cada día deben alimentar nuestra vida, nuestros pensamientos, nuestras decisiones, nuestras acciones. No basta con escucharlas una vez y luego dejarlas a un lado y tal vez olvidarlas, como sucede a menudo. De ese modo se nos escapa la fuerza de vida que nace directamente de las palabras del Señor. ¿Acaso se pueden dejar a un lado los cimientos de una casa? El Evangelio son los cimientos vivos del edificio de nuestra vida de cada día, hace que se mantenga firme contra el río impetuoso del mal que no deja de abatirse sobre nosotros.

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.