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Memoria de la Madre del Señor
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Memoria de la Madre del Señor

Recuerdo de san Juan Crisóstomo ("boca de oro"), obispo y doctor de la Iglesia (349-407). La liturgia más habitual de la Iglesia bizantina lleva su nombre. Leer más

Libretto DEL GIORNO
Memoria de la Madre del Señor

Recuerdo de san Juan Crisóstomo ("boca de oro"), obispo y doctor de la Iglesia (349-407). La liturgia más habitual de la Iglesia bizantina lleva su nombre.


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Espíritu del Señor está sobre ti,
el que nacerá de ti será santo.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Lucas 7,11-17

Y sucedió que a continuación se fue a una ciudad llamada Naím, e iban con él sus discípulos y una gran muchedumbre. Cuando se acercaba a la puerta de la ciudad, sacaban a enterrar a un muerto, hijo único de su madre, que era viuda, a la que acompañaba mucha gente de la ciudad. Al verla el Señor, tuvo compasión de ella, y le dijo: «No llores.» Y, acercándose, tocó el féretro. Los que lo llevaban se pararon, y él dijo: «Joven, a ti te digo: Levántate.» El muerto se incorporó y se puso a hablar, y él se lo dio a su madre. El temor se apoderó de todos, y glorificaban a Dios, diciendo: «Un gran profeta se ha levantado entre nosotros», y «Dios ha visitado a su pueblo». Y lo que se decía de él, se propagó por toda Judea y por toda la región circunvecina.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

He aquí Señor, a tus siervos:
hágase en nosotros según tu Palabra.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Un joven, hijo único de una madre viuda, muere. La vida de aquella madre queda destrozada. Parece desaparecer definitivamente todo atisbo de esperanza. Para aquel hijo y para aquella madre ya no queda sino sepultar a uno y acompañar a la otra consolándola por el dolor que siente. No obstante, está escrito que lo que es imposible para los hombres es posible para Dios. Jesús, al ver aquella afligida procesión fúnebre que salía por la puerta de la pequeña ciudad de Naín para dirigirse al cementerio, se conmueve por aquella viuda que ve definitivamente truncada su vida. Se acerca a aquella numerosa comitiva -se había congregado mucha gente-, busca a la viuda y se acerca a ella para consolarla. Le dice de inmediato que no llore, luego se acerca al féretro sobre el que está echado el joven muerto, probablemente cubierto por un velo. Estaba prohibido tocar un cadáver. Pero Jesús infringe esta disposición de la ley levítica. El evangelista indica que Jesús, apenas ver a aquella madre acongojada "tuvo compasión de ella". Es el mismo sentimiento que lo impulsó a bajar del cielo, a caminar por las calles y las plazas de su tiempo frente a las muchedumbres cansadas y abatidas que eran como ovejas sin pastor. La comitiva, al ver la escena, se detiene. Entonces Jesús se dirige al joven muerto y le dice: "Joven, a ti te digo: Levántate". Jesús le habla como si estuviera vivo. Y aquel joven parece oír la voz de Jesús, hasta el punto que se levanta y se pone a hablar. ¿Acaso no había dicho el centurión: "Basta que lo digas de palabra y mi criado quedará sano"? La palabra evangélica siempre es eficaz si la acogemos con el corazón. Devuelve la vida, la energía a quien la ha perdido, crea un corazón nuevo para quien lo tiene de piedra, da hermanos y hermanas a quien está solo. Son muchos los jóvenes que hoy viven como muertos, es decir, sin esperanza por su futuro. Esperan a alguien que se pare a su lado y se dirija a ellos directamente: "Joven, a ti te digo: Levántate". El Evangelio nos ayuda a tener esperanza y a trabajar por ellos. Necesitan a alguien que se pare a su lado, que detenga el inexorable avance hacia la muerte, que les toque como hizo Jesús y que sepa dirigirles palabras verdaderas, fuertes, con autoridad y llenas de esperanza. A nuestros ojos puede parecer que no las escuchan, pero no es así. Si surgen de un corazón lleno de conmoción, como el de Jesús, sabrán escucharlas. Un ejemplo nos lo dio Juan Pablo II, que supo tocar el corazón de muchos jóvenes y abrirlos a una vida nueva. Toda comunidad cristiana, todo discípulo está llamado a sentir la misma compasión de Jesús por los más jóvenes. Entonces surgirán también de nosotros las palabras para dar esperanza a los niños y a los jóvenes.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.