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Liturgia del domingo
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Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo

Homilía

"Los publicanos y las prostitutas llegan antes que vosotros al Reino de Dios", dijo Jesús a los fariseos que escuchaban en el templo. Sin duda, estas palabras sonaron como un duro latigazo para los fariseos. Ellos, que se consideraban (y eran considerados) "puros", iban a ser precedidos por los pecadores públicos y por las prostitutas. ¿Cuál es el reproche que hace Jesús a los fariseos? En primer lugar remarca la distancia entre lo que dicen y lo que hacen. Y lo ejemplifica narrando una brevísima parábola. Un hombre tenía dos hijos y pidió a ambos que fueran a trabajar a la viña. El primero se niega, pero luego se arrepiente y va al trabajo. El segundo, en cambio, se manifiesta dispuesto, pero no va. Entonces Jesús pregunta a los fariseos: "¿Cuál de los dos hizo la voluntad del padre?". Ellos solo pueden contestar: "El primero". Era la única respuesta posible. Son los propios fariseos los que ponen de manifiesto la contraposición entre el "decir" y el "hacer". En el Evangelio, en varias ocasiones, se repite la exhortación de que no bastan las palabras; lo importante es "hacer la voluntad de Dios". Las palabras por sí solas no salvan, hay que ponerlas en práctica. El ejemplo del primer hijo es eficaz: cumple la voluntad del padre no con palabras, que son más bien contrarias a dicha voluntad, sino con los hechos.
En la figura del padre se manifiesta el Señor que llama a trabajar para su viña. Y obviamente quiere que el trabajo se haga: "No todo el que me diga: 'Señor, Señor', entrará en el Reino de los Cielos, sino el que haga la voluntad de mi padre" (Mt 7, 21), había dicho Jesús. Quien escucha y no pone en práctica, o bien quien ama solo con palabras y no con hechos es como aquel que construye sobre la arena: cae la lluvia, pasan los ríos, soplan los vientos y la casa se derrumba. En cambio, construye sobre la roca quien escucha el Evangelio e intenta ponerlo en práctica (Mt 7, 24-27). La distancia entre el decir y el hacer pone de relieve qué es la religiosidad farisaica que Jesús estigmatiza. Y es obvio que se trata de una acusación dirigida no solo a los fariseos del tiempo de Jesús, sino a todo aquel que se comporta como ellos, que se preocupa más por aparentar que por ser, más por las palabras que por los hechos, más por la exterioridad que por el corazón. Y si nos examinamos un poco vemos rápidamente que cada uno de nosotros se parece a aquel primer hijo, más dispuesto a decir sí con la boca que a hacer concretamente la voluntad de Dios. A veces practicamos una obediencia que tiene el tono y la forma de la deferencia, de la apariencia y del equilibrio, pero en lo más hondo esconde una sutil rebelión interior. Del mismo modo, puede existir una desobediencia exterior que presenta una superficie descompuesta e indisciplinada pero que en realidad guarda en su interior una sustancia válida y ejemplar de compromiso.
Jesús comprueba que es más fácil que un pecador se arrepienta antes que un biempensante, seguro y arrogante de su justicia rompa el envoltorio duro de su autocomplacencia y de sus costumbres. Como ejemplo pone la actitud de escuchar o no escuchar la predicación del Bautista: los fariseos la rechazaron, mientras que los pecadores se convirtieron. Estos, en efecto, no se contentaron con escuchar, sino que preguntaron: "Qué debemos hacer?" (Lc 3, 10-14); y pusieron en práctica lo que les decía el predicador. Eso es la fe: escuchar la invitación de la predicación del Evangelio e interpretar que se dirige personalmente a nosotros, no como palabras abstractas sobre las que debatir y divagar. Aquel que deja que el Evangelio le toque el corazón se aleja de sí mismo (en el fondo la religiosidad farisaica es la complacencia de uno mismo, de los comportamientos que tenemos, de nuestras acciones) y se abandona a la voluntad de Dios. El ejemplo de Francisco de Asís es lo contrario de la religiosidad farisaica. Con gran intensidad lo recordamos en Trastevere donde se alojaba cuando venía a Roma. Él fue discípulo en el sentido pleno del término: escuchó el Evangelio y lo puso rápidamente en práctica al pie de la letra. No, no es un héroe. Es un hombre que se dejó amar por el Señor hasta el fondo y por eso lo siguió sin resistirse. Lo dejó todo porque había encontrado a alguien que lo amaba más que él mismo. En realidad sucede lo mismo con nosotros. Jesús nos ha amado más que nosotros mismos. Francisco de Asís lo reconoció. A nosotros nos cuesta, porque nuestros ojos todavía están llenos de nosotros mismos y de nuestros problemas. Dirijamos nuestra mirada al Señor y dejémonos amar por él.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.