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Vigilia del domingo
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Vigilia del domingo

Recuerdo de santa Teresa de Lisieux, monja carmelitana a la que movía un profundo sentido de la misión de la Iglesia. Leer más

Libretto DEL GIORNO
Vigilia del domingo

Recuerdo de santa Teresa de Lisieux, monja carmelitana a la que movía un profundo sentido de la misión de la Iglesia.


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Quien vive y cree en mí
no morirá jamas.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Lucas 10,17-24

Regresaron los 72 alegres, diciendo: «Señor, hasta los demonios se nos someten en tu nombre.» El les dijo: «Yo veía a Satanás caer del cielo como un rayo. Mirad, os he dado el poder de pisar sobre serpientes y escorpiones, y sobre todo poder del enemigo, y nada os podrá hacer daño; pero no os alegréis de que los espíritus se os sometan; alegraos de que vuestros nombres estén escritos en los cielos.» En aquel momento, se llenó de gozo Jesús en el Espíritu Santo, y dijo: «Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a pequeños. Sí, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito. Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce quién es el Hijo sino el Padre; y quién es el Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar.» Volviéndose a los discípulos, les dijo aparte: «¡Dichosos los ojos que ven lo que veis! Porque os digo que muchos profetas y reyes quisieron ver lo que vosotros veis, pero no lo vieron, y oír lo que vosotros oís, pero no lo oyeron.»

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Si tú crees, verás la gloria de Dios,
dice el Señor.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Los setenta y dos discípulos que envió Jesús pudieron experimentar la fuerza irresistible del Evangelio del amor que Jesús les había dado. Al atardecer, tras un día de misión, cuando se reúnen a su alrededor, están llenos de alegría y le explican los prodigios que han podido obrar. Y Jesús se alegra con ellos: "Yo veía a Satanás caer del cielo como un rayo, les repetía. Es la alegría que nace cada vez que vemos retroceder el mal, derrotado por la fuerza débil del amor que emana del Evangelio. Jesús confirma a los discípulos el poder que les ha conferido: "os he dado el poder de pisar sobre serpientes y escorpiones y sobre todo poder del enemigo, y nada os podrá hacer daño". Son palabras que no deberíamos olvidar nunca, como, en cambio, hacemos de manera irresponsable: no recordarlas significa no creerlas y, por tanto, hacer perder eficacia al testimonio que estamos llamados a dar. Y Jesús añade que la verdadera alegría, la que nadie podrá jamás quitar a los discípulos, consiste en tener sus nombres escritos en el cielo, es decir, en el corazón mismo de Dios. La comunión con Jesús, con el Padre y con el Espíritu Santo es la vida del discípulo hoy y en el futuro. Es su fuerza, y también su alegría. Jesús, todavía conmovido por lo que había sucedido aquel día, levanta los ojos al cielo y da gracias al Padre porque ha decidido confiar el secreto de Su amor a aquellos pequeños discípulos que se han confiado a él. Es una dulce oración que surge del amor profundo que Jesús tiene por el Padre y por los discípulos, y también por nosotros, hijos de última hora. Tras haber rezado se dirige a aquellos setenta y dos y pronuncia una bienaventuranza que debe atravesar los siglos y llegar a todos los creyentes: "¡Dichosos los ojos que ven lo que veis!". También a nosotros se nos concede la gracia de "ver", de escuchar, de vivir con Jesús de manera directa a través de la vida en la comunidad de creyentes, en la Iglesia: es el "cuerpo de Cristo" del que nosotros somos miembros.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.