ORACIÓN CADA DÍA

Liturgia del domingo
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Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo

Homilía

Hace tres domingos que las Escrituras nos hablan de la viña. Cuando Jesús pronunciaba estos discursos, sus oyentes percibían ecos de los numerosos textos del Antiguo Testamento referidos a la viña del Señor. Les venía a la mente aquella sugerente oración: "¡Oh Dios Sebaot, vuélvete, desde los cielos mira y ve, visita a esta viña, cuídala, la cepa que plantó tu diestra!" (Salmo 80). Sabían bien que la viña era el pueblo del Señor, como había dicho Isaías: "La viña del Señor es la casa de Israel". Y cada vez los textos subrayan la enorme atención de Dios; una atención llena de detalles, de premura, de preocupaciones, como las de un enamorado. En realidad, se trata de un amor sin límites por parte del Señor. A veces los autores bíblicos, basándose en las serenatas de amor, aplicaban la misma escena al Señor que canta un canto de amor por su viña: "Voy a cantar a mi amigo la canción de su amor por su viña", escribe Isaías. Y el profeta continúa: "La cavó y despedregó, y la plantó de cepa exquisita. Edificó una torre en medio de ella, y además excavó en ella un lagar".
Podemos comparar también nuestras comunidades con esta viña de la que nos hablan las Sagradas Escrituras. El Señor nunca ha dejado de enviar a sus siervos a ocuparse de ella, pero debemos reconocer que no falta la uva salvaje. Es decir, no falta la aspereza de nuestras acciones, la aridez de nuestro corazón, la avaricia de nuestros sentimiento, la dureza que mostramos ante aquellos que nos envía el Señor. Creo que se puede aplicar también a nosotros el lamento del Señor sobre la viña que no da frutos buenos: "¿Qué más se puede hacer ya a mi viña que no se lo haya hecho yo?". El Señor se interroga casi como si buscara una hipotética culpa por su parte porque no hemos dado fruto. Él que ha trabajado sin duda más que nosotros continúa preguntándose si debe hacer aún más. ¿Por qué el Señor se lo pregunta y nosotros no? Tal vez estamos tan concentrados en cultivar nuestro pequeño matojo que ni siquiera se nos pasa por la cabeza levantar un poco la mirada; o tal vez estamos tan alelados por nuestros lamentos que no logramos sentirnos más que a nosotros mismos; y estamos atentos a alejar de nuestros oídos y de nuestro corazón las palabras que el Señor no deja de dirigirnos. El corazón de esta página evangélica es la historia de un amor sin límites; la de Dios por su tierra, por nuestra vida. Un amor grande, ilimitado, que no teme ni siquiera la ingratitud y la falta de acogida de los hombres, de aquellos "labradores miserables" de los que habla el Evangelio, a los que él confió la tierra. En este pasaje evangélico vemos como el crecimiento de un particular contraste: el amor crece tanto como aumenta la hostilidad, o al revés, cuanto más crece la falta de acogida de los hombres, más aumenta el amor de Dios por ellos.
Cuando llega el tiempo de la vendimia, el propietario envía a sus siervos a los labradores para recoger el fruto. La reacción de estos es violenta, agreden, matan y apedrean a aquellos siervos. El propietario "de nuevo" envía a otros siervos, en mayor número, pero reciben el mismo trato. Parece releer, en una eficaz y trágica síntesis, la antigua y siempre recurrente historia de oposición violenta (también fuera de la tradición judeocristiana) a los "siervos" de Dios, a los hombres de la "palabra" (los profetas), a los justos y honestos de todo lugar y tiempo, de toda tradición y cultura, ejercida por aquellos que quieren servirse a sí mismos y a sus propios intereses, como aquellos siervos "malvados". Pero el Señor -y aquí radica el verdadero hilo de esperanza que sostiene la historia de los hombres y la salva- no disminuye el amor hacia los hombres, sino que lo aumenta. "Finalmente", el propietario envía a su propio hijo, creyendo que lo respetarán. Pero la furia de los labradores explota y deciden asesinar al hijo para quedarse su herencia. Lo cogen, lo llevan "fuera de la viña" y lo matan. Tal vez Jesús no entendió estas palabras hasta que fueron pronunciadas. Hoy las entendemos también nosotros: describen perfectamente lo que le sucedió a Jesús. Había nacido fuera de Belén; muere fuera de Jerusalén. Jesús, con gran lucidez y valentía, denuncia la infidelidad y la falta de acogida de los siervos que llegan a matar al hijo del propietario.
Al final de la parábola Jesús pregunta a los que le escuchan qué hará el propietario a aquellos colonos suyos. La respuesta: los castigará, les quitará la viña y la arrendará a otros para que la hagan fructificar. Dios espera frutos. Ese es el criterio por el que se cede la viña. La advertencia va más allá de los oyentes de Jesús y llega hasta nosotros. El Evangelio dice que no hay que hacerse vanas ilusiones reivindicando un derecho de propiedad inalienable sobre la "viña", que es y sigue siendo de Dios. Los nuevos labradores son calificados solo por sus frutos, no simplemente por su pertenencia. Son los frutos de justicia, de piedad, de misericordia, de amor que nos hacen partícipes del pueblo de Dios. Está escrito: "todo sarmiento que en mí no da fruto, lo corta", reza el Evangelio de Juan (15, 1). Y también: "por sus frutos los reconoceréis".

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.