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Vigilia del domingo
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Vigilia del domingo

Recuerdo de María Salomé, madre de Santiago y de Juan, que siguió al Señor hasta los pies de la cruz y lo colocó en el sepulcro. Leer más

Libretto DEL GIORNO
Vigilia del domingo

Recuerdo de María Salomé, madre de Santiago y de Juan, que siguió al Señor hasta los pies de la cruz y lo colocó en el sepulcro.


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Quien vive y cree en mí
no morirá jamas.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Lucas 13,1-9

En aquel mismo momento llegaron algunos que le contaron lo de los galileos, cuya sangre había mezclado Pilato con la de sus sacrificios. Les respondió Jesús: «¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que todos los demás galileos, porque han padecido estas cosas? No, os lo aseguro; y si no os convertís, todos pereceréis del mismo modo. O aquellos dieciocho sobre los que se desplomó la torre de Siloé matándolos, ¿pensáis que eran más culpables que los demás hombres que habitaban en Jerusalén? No, os lo aseguro; y si no os convertís, todos pereceréis del mismo modo.» Les dijo esta parábola: «Un hombre tenía plantada una higuera en su viña, y fue a buscar fruto en ella y no lo encontró. Dijo entonces al viñador: "Ya hace tres años que vengo a buscar fruto en esta higuera, y no lo encuentro; córtala; ¿para qué va a cansar la tierra?" Pero él le respondió: "Señor, déjala por este año todavía y mientras tanto cavaré a su alrededor y echaré abono, por si da fruto en adelante; y si no da, la cortas."»

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Si tú crees, verás la gloria de Dios,
dice el Señor.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Jesús acababa de hablar a la gente y algunos le explican una masacre ordenada por Pilato contra algunos judíos que al parecer habían llevado a cabo un conato de insurrección. Este episodio le ofrece la ocasión para decir que el mal o las desgracias que nos suceden no son consecuencia directa de nuestras culpas. Jesús afirma que sería un error creer que aquellos judíos muertos eran más culpables que los que se salvaron. Y para aclarar lo que acaba de decir, añade otro episodio que se parece más a un desastre natural: los muertos por el derrumbe de la torre de Siloé. No es Dios, el que envía el mal o el que permite que se produzcan desastres y masacres. Al contrario, Dios lucha contra el mal desde el inicio, desde que el mal hace su aparición en la historia de los hombres. Y pide a todos los hombres, y a los discípulos del Evangelio en particular, que participen en esta dura batalla contra la maldad y contra el príncipe del mal que no deja de empujar a toda la creación hacia su destrucción. De ahí el llamamiento a la conversión, es decir, a sumarse al Evangelio con todo el corazón y con todas las fuerzas para estar al lado de Jesús, que vino al mundo para derrotar al mal y traer la liberación y la salvación a todos, también a la misma creación. La pequeña parábola que Jesús añade, demuestra el valor de la intercesión. Muchas veces nos encontramos con situaciones que parecen difíciles de cambiar o que a pesar de todos nuestros esfuerzos siguen más o menos igual. Nos parecemos a aquella higuera de la que habla el Evangelio que no da fruto. El propietario de la higuera, durante tres años, intenta recoger frutos de aquel árbol, pero nunca encuentra. Cuando se le termina la paciencia, va al viñador a decirle que la corte para que deje de ocupar terreno estérilmente. El lenguaje de parábola no requiere que se identifique de manera estrictamente literal aquella actitud con la actitud de Dios. Más bien, en cambio, constatamos que aquella impaciencia de pequeños propietarios es también la nuestra: ¡cuántas veces nos comportamos con un corazón áspero, como pequeños propietarios crueles sin amor ni comprensión! El viñador, que estando al lado de aquella planta ha aprendido también a amarla, ruega al propietario que le deje cavar el terreno y echarle abono un poco más; está seguro que la higuera dará fruto. Jesús nos exhorta a tener paciencia, es decir, a continuar estando al lado de aquella higuera, rodeándola de atenciones para que en su debido momento dé fruto. Debemos aprender de Dios su paciencia que sabe tener esperanza en todos, que no apaga la mecha humeante, que acompaña y se ocupa de quien está débil para que cobre fuerza y también pueda dar su aportación de amor.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.