ORACIÓN CADA DÍA

Liturgia del domingo
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Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo

Homilía

Este pasaje del Evangelio de Mateo adquiere toda su profundidad si lo leemos dentro de nuestra Babel. Con razón podríamos decir que nos encontramos todavía hoy frente a una Babel parecida a la que describen las Escrituras: la ciudad en la que los hombres habían perdido el referente único del Señor; la ciudad de la confusión de los idiomas y de la dificultad por comprenderse. Los hombres se habían embarcado en un gigantesco esfuerzo que iba a consagrar su omnipotencia y su satisfacción. Pero perdieron el contacto con Dios y cada uno perseguía su interés personal, perdiendo así la capacidad de encontrarse con el otro. Babel es el lugar del encuentro no producido, tanto con Dios como con los hombres. En el Evangelio algunos fariseos se acercan para preguntar a Jesús cuál es el principal mandamiento de la Ley. Para comprender mejor esta pregunta hay que recordar que las distintas corrientes religiosas de hebraísmo habían codificado hasta 613 preceptos, de los que 365 eran negativos y 248 eran positivos. Era una notable mole de disposiciones, aunque no todas del mismo valor. En la tradición bíblica estaba claro cuál era el primero.
En el libro del Deuteronomio está claramente indicado: "Escucha, Israel: el Señor nuestro Dios es el único Señor. Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas" (Dt 6, 4-5). También era conocido el precepto de amar al prójimo. Para la tradición rabínica basta recordar la fórmula atribuida a R. Hilel (rabino del siglo I): "No hagas al prójimo lo que es odioso para ti, esta es toda la ley. El resto no es más que explicación". Estas palabras resuenan en las de otro hebreo: "Tú debes amar a tu prójimo como a ti mismo". Así pues, no es totalmente cierto afirmar que en la tradición judaica no hubiera jerarquía en los preceptos. La originalidad evangélica no radica en recordar los dos, los principales preceptos, sino en vincularlos íntimamente hasta el punto de unificarlos. El mandamiento referente al amor del prójimo queda asimilado al primero y máximo mandamiento sobre el amor íntegro y total a Dios, en cuanto pertenece a la misma categoría de principio unificador y fundamental. El camino para llegar a Dios se cruza necesariamente con el que lleva a los hombres. Y a aquellos hombres que necesitan mayor defensa porque son más débiles. Defendiéndoles a ellos se defiende a Dios. Juan, el evangelista, llega a decir que "nosotros hemos pasado de la muerte a la vida porque amamos a los hermanos" (1 Jn 3, 14). Y no solo eso. Dios no parece ni siquiera competir con el amor por los hombres; en un cierto sentido no insiste en la reciprocidad del amor (es obvio que debe existir).
Jesús, en efecto no pide: "Amadme, como yo os he amado"; sino: "Amaos como yo os he amado". Las Escrituras, en sus disposiciones sobre la hospitalidad y la acogida, no hace más que situarse en este horizonte. Las Escrituras dicen que hay que acoger a los extranjeros (¿y no habría que hacer una reflexión sobre las disposiciones legislativas al respecto de nuestro país, este país "perezoso y sediento"?) y que hay que socorrer a los huérfanos y a las viudas. Son dos situaciones que en la Babel del fervor consumista quedan inmediatamente arrinconadas. Pero Dios se pondrá de parte de los débiles y los defenderá. Pues bien, de estos dos mandamientos (o del único amor) depende (literalmente "pende") toda la ley y los profetas. Es lo mismo que afirmar que este principio de amor da sentido y unidad a toda la revelación de la Biblia. Y también es la lengua que unifica los numerosos lenguajes y las numerosas culturas que ya forman parte de nuestra Babel. Todos pueden hablar la lengua del amor del prójimo, incluso quien no cree; y Dios la entiende porque es su lengua. Nos lo recuerda el conocido pasaje de Mateo: "Tuve hambre y me disteis de comer" (Mt 25, 35), le dice Dios a aquel hombre caritativo. Y lo salva. Este modo de comportarse salva incluso a Babel de la confusión y de la tragedia. Por eso podemos redescubrir el otro significado de Babel: "puerta del cielo". ¡Sí! Si hablamos la lengua del amor (una lengua que se puede hablar en muchas culturas y también en muchas religiones distintas), nuestra Babel puede convertirse no en la ciudad de la confusión, de la ambigüedad y de las oportunidades perdidas, sino más bien en la ciudad que nos abre la "puerta del cielo".

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.