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Liturgia del domingo
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Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo

Homilía

La parábola de los talentos empieza hablando de un hombre que antes de salir convoca a tres empleados y les entrega sus bienes. Tiene en ellos una confianza absoluta, hasta el punto de que confía a cada uno de ellos una elevada suma de talentos. Un talento equivalía a más de veinte quilogramos de plata. Era, pues, una suma de dinero relevante. Ello nos permite comprender la importancia del encargo que aquel hombre dio a los tres siervos. Pues bien, al primero le confía la gestión de cinco talentos, un auténtico patrimonio. Al segundo le confía dos y al tercero, uno. La consigna, como se ve, es personal y respeta las distintas capacidades de cada uno. No estamos frente a una plana homologación: aquel hombre conoce las distintas habilidades de sus siervos y las respeta. Desde el momento que se va el señor hasta el momento de su retorno, los tres empleados deben hacer fructificar lo que les ha sido entregado. Está claro que ellos no son propietarios, pero sí administradores. De hecho, cuando vuelva el señor les preguntará cómo han administrado lo que han recibido. El primer siervo dobla el capital utilizando sus talentos. No es ninguna casualidad que el evangelista escriba que "enseguida" el primer siervo se pone a trabajar, como si quisiera indicar el fuerte empeño y, por tanto, la responsabilidad que siente por los intereses del señor. Pasa lo mismo con el segundo (v. 17). El tercero, en cambio, se va a cavar un hoyo en el suelo y esconde el talento que ha recibido. Cabe destacar que enterrar el talento no era algo tan extraño; corresponde a un dictado de la jurisprudencia rabínica según la cual aquel que, después de recibir una prenda o un depósito lo entierra, queda liberado de toda responsabilidad.
Cuando vuelve el señor, el primer siervo se presenta y recibe alabanzas y una recompensa. El segundo se le acerca y también él presenta el doble de cuanto había recibido, obteniendo también él una recompensa. El tercero se acerca y devuelve al señor aquel único talento que había recibido. Y explica también el motivo de su gesto: tenía miedo de un señor duro y quería estar tranquilo según la más estricta costumbre jurídica. Aquel talento, aquellos talentos, son la vida, no la vida en abstracto, sino la vida concreta, la de cada día, la que hacemos con la relación entre el mundo y nosotros. Todo eso es entregado a la responsabilidad de cada uno de nosotros para que lo hagamos fructificar. Y cada uno recibe en función de sus capacidades. Eso quiere decir que no hay una medida de vida igual para todos, pero también que nadie es incapaz de hacer fructificar la vida que tiene; nadie puede presentar excusas (la mentalidad, el carácter, la enfermedad y la debilidad...) para evitar la responsabilidad de ocupar su vida y hacerla fructificar. En todo caso, lo que suele pasar es que uno la hace trabajar solo para sí mismo, la emplea solo para su beneficio, para su seguridad, para su tranquilidad y basta. Eso es lo que buscó el tercer siervo: enterró el talento para tener "paz y seguridad", como escribe el apóstol en la carta a los tesalonicenses.
El tercer siervo tenía de su parte a la ley que lo eximía de cualquier responsabilidad y sobre todo de los riesgos de aquel encargo. La parábola advierte de que aquel siervo, en realidad, prefirió esconder su vida en un agujero, en una avara y egoísta tranquilidad. Y tal vez en eso está el miedo. Miedo no tanto del amo sino de perder su tranquilidad avara. Jesús, con esta parábola, por una parte revela la ambigüedad de aquel que se contenta siendo como es, sin tener ningún deseo de cambiar, ninguna aspiración de transformar su vida y, por qué no, ninguna ambición para que la vida de todos sea más feliz. Por otra parte, muestra que el reino de los cielos empieza cuando cada uno de nosotros, pequeño o grande, fuerte o débil, no se cierra en su avaricia y su la mezquindad, no se cierra en sí mismo, sino que se abre a la vida, al compromiso por cambiar su corazón, al deseo ardiente de que la vida de los más débiles sea aliviada, de que este mundo nuestro se acerque más al Evangelio. De ese modo nuestra vida se multiplicará, nuestra debilidad se convertirá en fuerza, nuestra pobreza se transformará en riqueza y nuestra alegría será plena: "¡Bien, siervo bueno y fiel!; en lo poco has sido fiel, al frente de lo mucho te pondré; entra en el gozo de tu señor".

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.