ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de la Iglesia
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Memoria de la Iglesia


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Yo soy el buen pastor,
mis ovejas escuchan mi voz
y devendrán
un solo rebaño y un solo redil.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Lucas 19,41-44

Al acercarse y ver la ciudad, lloró por ella, diciendo: «¡Si también tú conocieras en este día el mensaje de paz! Pero ahora ha quedado oculto a tus ojos. Porque vendrán días sobre ti, en que tus enemigos te rodearán de empalizadas, te cercarán y te apretarán por todas partes, y te estrellarán contra el suelo a ti y a tus hijos que estén dentro de ti, y no dejarán en ti piedra sobre piedra, porque no has conocido el tiempo de tu visita.»

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Les doy un mandamiento nuevo:
que se amen los unos a los otros.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Jesús, llegando ya al final de su viaje, tiene Jerusalén delante. Al ver la ciudad que tanto anhelaba estalla en llanto; el término griego eklausen expresa la fuerza del llanto de Jesús. Frente a sus ojos está la ciudad santa, la meta deseada por todo israelita, el símbolo de la unidad del pueblo, una ciudad que es mucho más que la simple capital de un Estado. Jerusalén, no obstante, está traicionando la vocación que está inscrita en su propio nombre: "ciudad de la paz". La injusticia y la violencia recorren sus calles, los pobres son abandonados y los débiles son oprimidos, y sobre todo, está a punto de echar al príncipe de la paz que va a visitarla. Los habitantes de Jerusalén no lo querrán ni siquiera muerto dentro de sus murallas: "Vino a los suyos, y los suyos no lo acogieron", se lee en el prólogo del Evangelio de Juan. ¿Cómo no iba a llorar Jesús? Pero reflexionemos bien. Jesús no llora por él, porque no es acogido. No es eso lo que le disgusta. Eso es lo que hacemos nosotros. Jesús llora por su ciudad -del mismo modo que llora por las innumerables ciudades de hoy- porque rechaza la paz y la justicia, porque la dureza del corazón de los habitantes de nuestras ciudades hace que la vida de muchos sea amarga. Sí, el llanto de Jesús es por todo el pueblo de las ciudades que es abandonado a merced de la violencia. Y es un llanto que continúa todavía hoy, mientras vemos crecer por todas partes, en las ciudades, el nivel de violencia y de injusticia que se ceba sobre todo en los más débiles. Al inicio de este nuevo siglo, por primera vez en la historia, la población urbana en el mundo supera a la rural, pero por desgracia ha crecido también la inhumanidad entre los hombres dentro de las ciudades. Esta página evangélica debe ayudar a los creyentes a sentirse más responsables de la convivencia en las ciudades, a preocuparse más por ellas, a llevar más en el corazón la vida de las ciudades para que sean lugares humanos, hermosos y hospitalarios para todos. Los creyentes deberíamos estar junto a Jesús mientras llora todavía por las ciudades de hoy, porque sabe cuál es el fin que les espera si no acogen el Evangelio del amor: no quedará de ellas piedra sobre piedra. El amor de Jesús por las ciudades de los hombres es grande y, aun a sabiendas que le espera la muerte, decide entrar en ellas, casi echando abajo las murallas, para ofrecer su propia vida para la salvación de los hombres. Jesús no huye, como exhortaron a hacer varias veces los discípulos para evitar la muerte; él, por el contrario, entra en la ciudad para salvarla, aunque ello le costará la vida. Tiene realmente un amor sin límites por nosotros. Y también sabe -y la resurrección es muestra de ello- que el amor es más fuerte que cualquier violencia, incluso la última, la muerte.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.