ORACIÓN CADA DÍA

Liturgia del domingo
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Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo

Homilía

El Evangelio de este domingo nos presenta a Jesús al final de la historia, en el momento del juicio universal. La escena es grandiosa. Jesús, en el trono real, está acompañado por todos sus ángeles. Ante él están convocadas "todas las naciones": cristianos y no cristianos, creyentes y no creyentes, miembros de una y otra nación, que vivieron antes y después de Cristo. Todas las naciones estarán allí. Y no habrá distinción alguna entre ellas, salvo una, que el Hijo del Hombre, en su calidad de juez universal, reconocerá. Una división a la que prestamos tan poca atención que tal vez no nos damos cuenta de ella en la tierra. Pero el juez no se la inventa; la ve y la muestra a todos, pero sobre todo a cada persona. Escribe el Evangelio que Jesús dividirá a unos de otros, como el pastor divide a sus ovejas de sus cabritos. Y pondrá a unos a la derecha y a otros a la izquierda. La división no pasa entre un pueblo y otro, sino dentro de cada pueblo, del mismo modo que tampoco divide a los creyentes de los no creyentes, sino que los divide dentro de los dos grupos, y pasará también dentro de cada persona; así pues, una parte de nosotros estará a la izquierda y la otra a la derecha de Jesús. El criterio de la división no se basa en las diferencias ideológicas, culturales o religiosas, sino en la relación que cada uno ha tenido con los pobres. Y de cada uno de nosotros se salvará aquella parte y aquel tiempo de vida en el que hemos dado de comer a quien tenía hambre, de beber a quien tenía sed, hemos vestido a quien iba desnudo y hemos visitado a quien estaba en la cárcel.
El propio juez, Jesús, se presenta y dice: "Tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber". El diálogo entre el juez y los interlocutores de los dos grupos destaca este aspecto desconcertante: el juez universal del final de los tiempos, que todos, buenos y malos, creyentes y no creyentes, reconocen como Rey y Señor, tenía el rostro de aquel vagabundo molesto, de aquel anciano esclerótico, de aquel niño desfigurado, de todos aquellos extracomunitarios que son expulsados (en ocasiones para morir) porque aquí no les podemos dar un sustento suficiente. Cada uno puede continuar la lista; solo hay que caminar por las calles de nuestras ciudades. La monótona repetición, en pocos versículos, de las seis situaciones de pobreza, indica tal vez su frecuente repetición. Ello indica que la relación entre nosotros y Dios no depende de gestos heroicos y extraordinarios, sino del día a día y de la banalidad de los encuentros con los débiles y los pobres. El criterio de salvación, según el Evangelio que se nos anuncia hoy, es la práctica del amor y de la atención hacia los pobres, independientemente de si sabes o no que en ellos está presente el propio Jesús.
Dos últimas breves reflexiones. En primer lugar cabe destacar que la identificación entre Jesús y los pobres es algo objetivo. Ellos son sacramento de Cristo, no porque son buenos y honestos, sino únicamente porque son pobres. Está muy lejos de la sensibilidad evangélica aquella recurrente idea de que los pobres deben ser honestos, de que no "nos timen", para que les podamos ayudar. Eso es solo una excusa perfecta para nuestra avaricia. La segunda reflexión hace referencia al aspecto "laico" de esta página evangélica: los que son admitidos a la "derecha" del Rey afirman explícitamente que no creen. Dicen explícitamente que no han reconocido al Cristo en aquellos pobres a los que ayudaron. Pero eso no tiene importancia; lo importante, lo que cuenta, es la compasión, la ayuda, un corazón que se mueve por los sentimientos del Señor, lo sepa o no. Lo que es innegable es que ayudar a los pobres decide nuestra salvación. La salvación de las personas, pero también de la sociedad ya hoy.

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.