ORACIÓN CADA DÍA

Liturgia del domingo
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo

Homilía

Hoy comienza el año litúrgico. No es una réplica de una historia ya conocida. Somos muy analfabetos de la vida y de Dios. ¡Todos! Cada año es diferente a otro. Tampoco nosotros somos los mismos. Estar con el Señor no es una repetición siempre igual: se convierte en repetición cuando mantenemos nuestra vida lejos de Él o cuando somos superficiales. Los domingos nos ayudarán a comprender en el hoy el misterio de su presencia entre los hombres. Como toda historia de amor, tiene varios momentos, todos importantes. Trataremos de revivirlos juntos, para no envejecer, para volver a descubrir, para comprender como niños. Su amor da sentido y futuro a nuestros días. Lo primero que se nos pide, a todos, es esperarle. "velad, por tanto, ya que no sabéis cuándo viene el dueño de la casa", dice Jesús. Toda nuestra vida es una espera. Cuando ya no esperamos a nadie, cuando el mañana parece no existir, entonces es cuando empezamos a morir. Cuando dejamos solo a alguien, le ayudamos a morir. A veces pensamos que en el fondo los demás no esperan nada, que no necesitan nada, que están bien así. Pero no es verdad. ¿Quién ayuda a los hombres a esperar? ¿Quién trata de comprender y de responder a la espera del otro, o a la espera de pueblos enteros marcados por la guerra y la violencia? ¿Quién anima y responde a la espera de los jóvenes? También por esto debemos estar "vigilantes". El tiempo litúrgico está acompasado por el tiempo de Dios, o mejor dicho, es el tiempo de Dios que entra en el tiempo de los hombres. Y se mide por el misterio mismo de Jesús: comienza con su nacimiento, con la predicación en Galilea y en Judea hasta la muerte, resurrección y ascensión al cielo. Cada Domingo, desde este primero de Adviento hasta la fiesta de Cristo Rey, la Palabra de Dios nos toma de la mano, en cierto sentido nos libera de la esclavitud de nuestros ritmos, y nos introduce dentro del misterio de Cristo, para hacernos partícipes de su misma vida. Con el tiempo litúrgico recibimos el gran don de hacernos contemporáneos de Jesús. Esta es la "fuerza" de los domingos, que hacía decir a los primeros cristianos: "Para nosotros es imposible vivir sin el Domingo".
"Adviento", lo sabemos bien, significa "venida", es decir, el nacimiento de Jesús en medio de nosotros. Y desde tiempos antiguos la Iglesia ha sentido la necesidad de preparar su corazón y el de los fieles para acoger al Señor. En efecto, durante casi mil años, las comunidades cristianas tanto de Oriente como de Occidente han vivido los cuarenta días que preceden a la Navidad ayunando y rezando en la espera del nacimiento de Jesús, que tan decisivo se sentía. Sabían bien que bastaba poco para que las ocupaciones cotidianas hicieran olvidar ese paso. Hoy, aunque los días se han acortado (sólo cuatro semanas de preparación) y el ayuno ha sido abolido, sigue siendo sin embargo igual de urgente la espera de esta venida, que desde hace casi dos mil años recordamos.
La súplica del profeta Isaías que escuchamos en la primera lectura sale todavía hoy de nuestros labios: "¿Por qué nos dejaste errar, Señor, fuera de tus caminos, endurecerse nuestros corazones lejos de tu temor? Vuélvete, por amor de tus siervos. ... ¡Ah! Si rompieses los cielos y descendieses" (Is 63, 17. 19). Sí, "Vuélvete, por amor de tus siervos". Lo necesitamos. Lo necesita tu propia tierra que parece no encontrar paz; lo necesita todo Oriente Medio que está viviendo a la vez días de primavera y de dolor, lo necesita África bañada por la sangre de miles de prófugos abandonados a sí mismos; lo necesitan los muchos países donde millones y millones de pobres mueren de hambre cada día; lo necesitan las grandes ciudades de Occidente que marginan a innumerables hileras de débiles, ancianos y enfermos. Lo necesitan los corazones de muchos hombres y mujeres para que se liberen de su dureza, se conmuevan por los pobres y los débiles y comiencen a trabajar para un nuevo futuro. "¡Ah! Si rompieses los cielos y descendieses".
Este grito es la oración del Adviento; y sigue siendo la oración universal de este tiempo. El tiempo de Adviento irrumpe en nuestros días precisamente para recordarnos la invocación del profeta y los gritos de los muchos que esperan a alguien que les salve. Estos gritos, con frecuencia alejados de nuestros oídos, son en realidad nuestra verdadera conciencia. Nos ayudan a comprender el sentido concreto del Adviento y nos empujan a no permanecer dormidos en nuestra riqueza y en nuestra tranquilidad avara. Nosotros, que estamos tan maleados, quizá hemos extraviado el sentido de la espera; estamos convencidos de que no vendrá nadie a salvarnos, tan convencidos que inculcamos a nuestros niños que deben mirar solos por ellos mismos, que no deben esperar nada de nadie. ¡Qué triste una sociedad sin Adviento, sin un poco de inquietud! Dios no deja que se marchite nuestra vida; no quiere que vaguemos como quien camina sin saber hacia dónde; no deja sin forma la arcilla, el barro de nuestra vida. Rompe los cielos y se convierte él mismo en el camino hacia el cielo. Nos hace descubrir el deseo de cielo, de esperanza, que hay en cada uno de nosotros y en cada hombre. Cuando esperamos a alguien estamos contentos. Dios no se avergüenza de mi debilidad, no me desprecia si soy pequeño. ¡Trae amor y no cosas como quien no sabe dar el corazón! ¡Lo que nos pide el Adviento es hacer nacer al Señor en nuestro corazón, hacer nacer la esperanza en el mundo!
Debemos estar a la puerta de nuestro corazón y vigilar. Como cuando esperamos a alguien que debe volver a casa y estamos atentos para sentir su ruido, sus pasos, para poderle abrir de inmediato. "Mira -dice el Señor en el Apocalipsis- que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo" (Ap 3, 20). El Adviento nos invita a no dormirnos. Despertémonos del dulce sueño de creernos justos porque ya hemos hecho mucho; del sueño triste del pesimismo, por el que no vale la pena hacer nada; del sueño agitado y siempre insatisfecho de nuestros afanes y nuestras afirmaciones. Despertémonos del sueño distraído de quien ya no escucha; del sueño del impaciente, que quiere todo de inmediato, que no sabe esperar, que se desilusiona y duerme. Ven señor Jesús, ven pronto, concede consolación y paz. Rasga los cielos y abre un futuro para quien está aplastado por el mal. Líbranos del amor por nosotros mismos que duerme el corazón. Enséñanos a estar atentos para reconocerte y abrirte la puerta del corazón, dulce huésped, amigo de siempre, esperanza nuestra.

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.