ORACIÓN CADA DÍA

Liturgia del domingo
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo

Homilía

Nos encontramos en la conclusión del Adviento. Alguien viene. Vale la pena cambiar, prepararse. No es un discurso que aceptar, sino un niño que hay que engendrar y acoger. Alguien viene para quedarse: se fía precisamente de ti. Debemos abrir las puertas del corazón y hacerle espacio. De lo contrario no hay Navidad. No hay Navidad sin nuestro corazón. Por esto debemos preguntarnos: ¿qué Navidad estamos preparando? ¿Qué Navidad queremos para este mundo, marcado por el miedo y la incertidumbre, que acepta la guerra y la injusticia, incierto y arrogante al mismo tiempo, que aleja con facilidad y molestia a los débiles, que quiere todo pero sin el riesgo del amor y de la responsabilidad, que cierra las puertas del corazón y de las casas? Un mundo que tiene mucho, pero disoluto, lleno de preocupaciones, al que le parece muy difícil hacer sitio a algún otro. Un mundo que se cansa enseguida, que no quiere tener molestias. Un mundo banal y egocéntrico que quiere tener todo para sí. Verdaderamente no nace nada nuevo en las carreras ajetreadas del consumo. Allí no encontramos lo que es nuevo. ¿Dónde está la Navidad? Nosotros somos hombres materiales y tratamos de contentar a los demás a través de regalos. Pero ¡qué poco queremos regalar nuestra vida! Pensamos poco en ese niño extranjero: no vale nada, es débil, no tiene nada que ver con nosotros, no tiene nada que darnos a cambio salvo la vida misma. ¡Cuántas preocupaciones para las compras y qué poco espacio para buscar el amor verdadero! En efecto, ¡el gran regalo que debemos hacer no son las cosas sino el amor! Y esto no se compra: se acoge, se aprende junto a aquel niño que pide nacer.
Dios no escoge los palacios importantes de la vida social de Israel. María es una pobre joven de Nazaret, una pequeñísima aldea de la periférica Galilea. El ángel del Señor, el diálogo entre el cielo y la tierra, ¡es posible para todos! Dios quiere hacerse "carne", busca casa para poder conducir a los hombres a su casa del cielo. Navidad es cuando Dios encuentra una casa en el corazón de los hombres, cuando la debilidad es acogida y amada. Sin embargo, amargamente debemos seguir a Jesús a la intemperie, porque "no tenían sitio en el albergue". Su casa es totalmente humana. "Templo de Dios sois vosotros", recordará el apóstol. Aquel niño no tendrá donde reposar la cabeza porque quiere estar en todos lados con nosotros. "Mira que estoy a la puerta y llamo": si le abrimos se quedará con nosotros. "Y la Palabra se hizo carne y puso su Morada entre nosotros". María es la primera que escucha la Palabra y la primera disponible, deja espacio, se ofrece a sí misma, su vida, su cuerpo, al Señor. Ella es la primera casa de Dios. Se convierte en el arca de la alianza. La humanidad se convierte en casa de Dios.
"He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra". María no espera, no se toma su tiempo. No tiene todo claro pero dice sí. María no ve los frutos de inmediato, no dice sí porque ha obtenido pruebas: deja espacio al otro y basta. "¡Feliz la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!", dirá Isabel. Es la primera bienaventuranza del Evangelio. Abramos nuestro corazón al Evangelio y el mundo será liberado de la enemistad y se abrirá al amor. Hagámonos cargo de la debilidad de Dios y de los hombres para encontrar el amor que no acaba. Preparemos también físicamente un lugar para quien no lo tiene. ¡No dejemos a nadie solo! El pesebre que debemos preparar es invitar al que está solo, como haremos en la Basílica: así se acoge a Dios. Esto es Navidad. Como María, seamos también nosotros siervos del Señor, para ser libres para amar y para no convertirnos en siervos de nosotros mismos o de las cosas. Nada es imposible para Dios. Nada es imposible para quien cree.
Ven pronto, Señor de amor eterno, que naces débil y pobre. Enséñanos a ser hombres y mujeres del cielo, generosos. Derrite la frialdad de nuestro corazón, vence los miedos, líbranos del omnipresente amor por nosotros mismos. Ven pronto Señor a nuestro mundo lleno de miedos y de violencia. Ven Señor, enséñanos a reconocerte y a hacerte espacio, para nacer contigo.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.