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Fiesta de la Madre de Dios
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Fiesta de la Madre de Dios

Fiesta de María Madre de Dios
Oración por la paz en el mundo y por el fin de todas las guerras.
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Libretto DEL GIORNO
Fiesta de la Madre de Dios
Domingo 1 de enero

Homilía

"Los pastores se volvieron glorificando y alabando a Dios por todo lo que habían oído y visto, tal como se les había dicho" ¿Cómo es posible? Miremos nuestro mundo. Podemos olvidar las terribles tensiones que lo agitan, pero las tensiones son muy profundas y parecen no encontrar solución. El diálogo parece claudicación y la vía pacífica para resolver los conflictos parece demasiado débil ante los riesgos. Verdaderamente, son tiempos difíciles los nuestros. No queremos comenzar el año de forma olvidadiza, inconsciente. Hemos escuchado el canto de los ángeles iluminar la noche y proclamar la opción de Dios: "Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz a los hombres en quienes él se complace". Este amor no es fingido. Es decisión, se hace carne. Pero también se convierte en riesgo, responsabilidad, pobreza. También debe ser así para nosotros mirando a nuestro mundo. Y como una madre debemos mirar sus heridas, sentir preocupación por los peligros, buscar protección. ¿Encuentra Dios, a quien cantamos la gloria en las alturas, un lugar entre los hombres? ¿Encontramos la paz los hombres amados por él pero humillados por los mismos hombres, que no saben reconocer en los demás ni al hermano ni la imagen de Dios? Por amor de los hombres miramos el mundo alrededor y sentimos la fragilidad de la convivencia humana. Advertimos como insoportable las muchas, muchísimas guerras olvidadas, ignoradas por un mundo rico que no quiere sufrir ni siquiera un poco, olvidadizo -y no porque no lo sepa, sino porque no se detiene como el sacerdote y el levita de la parábola. Un mundo olvidadizo huye de los problemas; siente fastidio por ellos pero no quiere ni consigue resolver nada porque esto significa compromiso, pasión, mancharse las manos.
Los Evangelios nos dicen que los ángeles hablaron del niño a los pastores, pero no es difícil pensar que también María lo hizo. Ciertamente se lo presentó, y quizá sin ella no habrían podido comprender lo que estaba sucediéndoles. María sabía quién era aquel hijo, hasta el punto de que con mucho cuidado "guardaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón". Con increíble ternura, la liturgia de este día nos invita a mirar a María para festejarla y venerarla como Madre de Dios. Han pasado siete días desde la Navidad, desde que nuestros ojos se posaron sobre ese pequeño niño, sobre todos los pequeños y los débiles de este mundo. Hoy la Iglesia siente la necesidad de mirar también a la Madre y hacerle fiesta.
Es bueno subrayarlo: la contemplamos a ella, pero no la encontramos sola. Apenas llegaron a Belén, los pastores, "encontraron a María y a José, y al niño". Es hermoso imaginar a Jesús niño, ya no en el pesebre sino en los brazos de María: ella lo muestra a aquellos humildes pastores, y lo sigue mostrando a los humildes discípulos de todo tiempo. María sosteniendo a Jesús en los brazos o sobre las rodillas es una de las imágenes más familiares y tiernas del misterio de la encarnación. En la tradición de la Iglesia de Oriente es tan fuerte la relación entre esa madre y ese hijo que no se encuentra nunca una imagen de María sin Jesús; ella existe para ese Hijo, su cometido es engendrarlo y mostrarlo al mundo. Es el icono de María, Madre de Jesús, pero también es la imagen de la Iglesia y de todo creyente: abrazar con cariño al Señor y mostrarlo al mundo.
Como aquellos pastores, que al salir de la cueva se volvieron glorificando y alabando a Dios, con la misma energía y el mismo impulso debemos entrar nosotros en el nuevo año que comienza, cuando salgamos de la celebración litúrgica. Y sería verdaderamente un gran consuelo si todavía hoy alguien pudiera escribir: que todos "los que lo oyeron se maravillaban de lo que los pastores les decían". ¡Por desgracia la gente de nuestras ciudades se sorprende por cosas bien distintas! Deberíamos quizá preguntarnos también a nosotros mismos si hay "pastores" (y no me refiero sólo a los sacerdotes; ya lo hemos dicho, cada creyente es "pastor") que sepan comunicar a la gente de nuestras ciudades la alegría del encuentro con ese Niño. "Que el Señor te bendiga y te guarde; que ilumine el Señor su rostro sobre ti y te sea propicio. Que el Señor te muestre su rostro y te conceda la paz". Esta bendición de Moisés que a Francisco de Asís, hombre de paz, le gustaba repetir a sus hermanos, la hacemos nuestra para todos los hombres, especialmente para los que viven en situaciones difíciles y en peligro. Y en todo damos gracias a Jesús, hijo bendito del Padre, maestro de nuestra vida, que sigue colmándonos de todo bien. Ahora y siempre.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.