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Fiesta del Bautismo del Señor
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Libretto DEL GIORNO
Fiesta del Bautismo del Señor
Domingo 8 de enero

Homilía

La fiesta de hoy es otra Navidad, otra Epifanía. En efecto, Dios no se cansa de dejarse ver para que todos los que le buscan lo puedan encontrar. Es paciente, porque quiere ser acogido. Es insistente, como un enamorado. Pero debemos temer el doloroso "vino entre los suyos, pero los suyos no le recibieron". Dios se muestra porque quiere abrir el cielo a los hombres de la tierra. El cielo es el futuro, la felicidad, la esperanza que se realiza, la soledad vencida, el dolor consolado. El cristiano es hombre de la tierra, como todos, como Jesús; pero es también hombre del cielo. Precisamente como Jesús. Hoy es la fiesta del bautismo, fiesta de la familia de Jesús, de los que él hace hijos, a los que renueva para que lo sean de verdad. Fiesta del cielo que se abre en la tierra. Muchos, muchísimos hombres sienten lo inhumana e insoportable que es la tierra y buscan una esperanza: "¡Si rasgaras los cielos y descendieras!".
Es la petición de estos tiempos difíciles y llenos de amenazas. Es la petición de quien vive en el dolor y ve cómo la enfermedad transfigura su cuerpo. Es la petición de tantos ancianos, cuya condición recuerda la debilidad que llevamos todos. Es la petición de aquéllos cuya vida es abandonada, que ya no tiene sentido, golpeada por el viento impetuoso del mal. ¡Y qué fácil es perderse, dejarse llevar, sentirse un peso cuando no se es amado! Es la petición del cielo. Para nosotros, es la tercera vez que, en pocos días, se nos ha abierto el cielo y podemos escuchar la voz que nos muestra, en aquel niño recostado en el pesebre que se ha convertido en un joven adulto, al Hijo predilecto de Dios, el salvador nuestro y del mundo entero. Se han abierto los cielos y el Espíritu Santo ha descendido sobre Jesús, como una paloma que finalmente se posa en su nido. Se podría decir que el Poder de Dios ha encontrado finalmente su casa. No es que el Espíritu del Señor antes no estuviera. Estaba desde la creación cuando: "un viento de Dios aleteaba por encima de las aguas" (Gn 1, 2), y después siguió presente en los hombres santos y espirituales, en los profetas, en los justos, en los testigos de la caridad, tanto de Israel como de otras religiones. Pero en Jesús el Espíritu encuentra su morada plena y definitiva. De hecho, desde aquel momento empieza un hecho absolutamente nuevo y único. Lo sintetiza bien el autor de la Carta a los Hebreos: "Muchas veces y de muchas maneras habló Dios en el pasado a nuestros Padres por medio de los Profetas. En estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo" (Hb 1,1).
Después del Bautizo Jesús comienza a hablar. Se puede decir que salió del agua con una vocación nueva, una urgencia nueva. No era cuestión de bondad o de santidad de vida, sin duda Jesús en Nazareth durante treinta años fue ejemplo para todos. Pero el día del Bautizo en cierto modo nace a una nueva vida, ya no tuvo tiempo de pensar en sí, en sus seres queridos, en su casa, en sus preocupaciones de siempre. Su ansia, su inquietud, su razón de vivir es el anuncio del Reino de Dios. En efecto, salido del Jordán Jesús fue como devorado por un fuego, una nueva energía que le empujaría a pasar por ciudades y aldeas anunciando en todas partes el Evangelio del Reino, y curando toda enfermedad y dolencia: "He venido a arrojar un fuego sobre la tierra y ¡cuánto desearía que ya hubiera prendido! Con un bautismo tengo que ser bautizado y ¡qué angustiado estoy hasta que se cumpla! (Lc 12, 49). Apenas bautizado, Jesús salió del agua y se abrieron los cielos y una voz desde el cielo dijo: "Tú eres mi hijo amado, en ti me complazco". Los cielos se abren. En efecto, los hombres no esperan cosas sino amor. Nosotros no esperamos la última novedad que consumir y luego tirar. Esta es la manifestación de Dios: el futuro no está lejos, la esperanza no ha terminado, el hombre no está aplastado por la tierra, por su destino. Cada uno de nosotros es el hijo predilecto, amado. Los discípulos del Señor no se vuelven autónomos, obligados a confiar en sus fuerzas, tristemente autosuficientes, desconfiados y temerosos del otro. Siempre son hijos. Siempre encuentran hermanos. Todos son predilectos.
El amor verdadero, el amor de Dios es personal, único, sin fin. Así debe ser para todos, especialmente para aquellos cuya vida ha perdido todo valor e importancia. Nosotros somos suyos para siempre, ungidos con el aceite, hemos recibido el sello de Dios en la frente y en el alma. El cristiano no es nunca hijo único, sino que está llamado a ser hermano, a construir amistad, a cultivarla con todos. A veces no es fácil ser hermanos, parece más fácil ir solos, creemos que nos ahorra desilusiones. Pero el cristiano está llamado también a abrir el cielo con el amor, que es de Dios. Cielo abierto es cuando le escuchamos, cuando la amistad nos acerca al otro, cuando un anciano solo es amado, cuando una lágrima es consolada, cuando un vagabundo recupera su nombre, cuando un pobre es ayudado, cuando un enfermo recibe las medicinas y es visitado, cuando los gestos buenos dan seguridad y hacen sentirse amados. Hoy, a todos nosotros que nos hemos vuelto niños en la pila bautismal, generados como hijos, Dios no nos pide grandes discursos o promesas, sólo un corazón capaz de hacerse querer y de responder lo que Dios, padre bueno, quiere escuchar: "Te amo", para aprender a amar a todos.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.