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Liturgia del domingo
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II del tiempo ordinario
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Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo
Domingo 15 de enero

Homilía

"Juan se encontraba de nuevo allí". Han terminado las epifanías, las manifestaciones del Señor, pero Juan, el hombre de la espera, del sueño, de la búsqueda de un mundo nuevo, se encuentra todavía allí. Profundiza, no se resigna, no reduce la Navidad a un sentimiento vago que deja la vida tal y como es. El discípulo es el hombre de la tierra, hasta el punto de encontrarse como en casa en todos los países y sentirse familiar de todos los hombres. Pero el discípulo es también hombre del cielo: espera el reino de Dios. Por ello no se va, no escapa lejos, no se resigna. Juan permanece todavía allí. No va en busca de sensaciones nuevas o de un mundo virtual. No mira el mundo con corazón cínico, como termina haciendo quien no tiene esperanza. Sigue cambiando él mismo y sigue esperando. Fija su mirada en Jesús que pasaba. Lo señala de nuevo: "He ahí el cordero de Dios". Debemos reconocerlo, aun con nuestra confusión y nuestras dudas. He aquí el manso, que con su humanidad hace concreto el rostro de Dios. He aquí el cordero que se deja conducir al matadero para derrotar el mal. He aquí la respuesta a las esperanzas de felicidad, de amor, de curación, de paz, de fin de las divisiones. Para Andrés y Juan es el Bautista quien les indica al Señor, del que tienen verdadera necesidad y puede dar sentido a sus vidas. Se ponen a seguirlo, aunque a distancia. No sabemos si Jesús se da cuenta de los dos enseguida, pero en un momento dado se da la vuelta y les pregunta: "¿Qué buscáis?". También aquí la iniciativa parte de Dios. Es Jesús quien se da la vuelta y "mira" a los dos discípulos. En el estilo del evangelista Juan el uso del verbo "ver", sobre el que parece organizarse toda la escena, significa que la relación entre los distintos personajes se realiza en contacto directo, inmediato: Juan se fija en Jesús, después Jesús se da la vuelta y ve a los dos discípulos y les invita a "venir y ver". Ellos le siguen y "ven donde vive" y por último el Maestro "fija su mirada" en Pedro dándole un nuevo nombre, un nuevo destino.
"Ver" quiere decir descender en el corazón del otro y a la vez dejarse escrutar en el propio; "ver" es comprender y ser comprendidos. Es verdad que la iniciativa viene de Dios pero en el corazón de los dos discípulos no está el vacío, ni un tranquilo y avaro apego a las cosas de siempre. Los dos no se habían quedado en Galilea, en su tierra, o en su ciudad, para hacer las cosas de siempre: tenían en el corazón el deseo de una vida nueva para ellos y para los demás. Y este deseo, esta necesidad quizá sin expresar es comprendida en la pregunta de Jesús: "¿Qué buscáis?". Y ellos respondieron: "Maestro, ¿dónde vives?". La necesidad de un "maestro" que seguir o de una "casa" donde vivir es el corazón de su búsqueda. Pero es también una pregunta que viene de los hombres y de las mujeres de hoy en un mundo completamente especial: en efecto, es raro encontrar "maestros" de vida, es difícil encontrar a quien te quiere de verdad. Al contrario, es cada vez más frecuente sentirse desarraigados y sin una comunidad verdadera que acoge y acompaña. Nuestras mismas ciudades parecen construidas para que sea muy difícil, si no imposible, una vida solidaria y comunitaria. La mentalidad utilitarista y consumista, la carrera tras el bienestar individual o de grupo nos hunde, nos deja profundamente solos, huérfanos y en recíproca rivalidad. Hay una ausencia de "padres", de "madres", de "maestros", de puntos de referencia, de modelos de vida. En este sentido todos somos más pobres. ¿A quién ir para aprender a vivir? ¿Quién puede indicarnos, con las palabras y sobre todo con el ejemplo, por lo que vale la pena vivir? Solos no nos salvamos. Todos necesitamos ayuda. Samuel fue ayudado por el sacerdote Elí, Andrés por el Bautista, y Pedro por su hermano Andrés. También nosotros necesitamos a un sacerdote, un hermano, una hermana, alguien que nos ayude y nos acompañe en nuestro itinerario religioso y humano.
A la pregunta de los dos discípulos Jesús responde: "Venid y lo veréis". El joven profeta de Nazaret no se demora en explicar, de hecho, no tiene una doctrina que transmitir sino una vida que comunicar; por esto propone inmediatamente una experiencia concreta, podríamos decir una amistad que se puede ver y tocar. Los dos "Fueron, pues, vieron dónde vivía y se quedaron con él aquel día. Era más o menos la hora décima". Se trató sin duda de quedarse en la casa de Jesús, pero lo que contó verdaderamente fue que aquellos dos discípulos se arraigaron a la compañía de Jesús: entraron en comunión con él y fueron transformados. Quedarse con Jesús no encierra, no bloquea, no reduce los horizontes, al contrario, empuja a salir fuera del propio individualismo, a superar el provincialismo y la tacañería para anunciar a todos el descubrimiento fascinante de quien es infinitamente más grande que nosotros, el Mesías. La vida de los dos cambió. El encuentro con Jesús crea una nueva fraternidad entre Andrés y Pedro. "Hemos encontrado al Mesías", dice con alegría. Así comienza a hablar también como Juan, señalando a Jesús. La palabra debe ser comunicada, de lo contrario se pierde. La luz no se enciende para ponerla bajo el celemín. He encontrado el futuro, el sentido, la esperanza, lo que buscaba, ¡mucho más de lo que deseaba! Enséñanos, Señor, a comunicar con pasión tu esperanza a quien busca futuro y salvación. Te damos gracias porque sigues haciéndonos estar contigo. Enséñanos a detenernos para conocerte como único maestro y pastor de nuestra vida.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.