ORACIÓN CADA DÍA

Liturgia del domingo
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Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo
Domingo 19 de febrero

Homilía

El Evangelio que hemos escuchado nos lleva a Cafarnaún, a la casa de Pedro y de Andrés, que Jesús eligió como lugar donde vivir. Hay como una extraña euforia en la ciudad: jóvenes y ancianos, hombres y mujeres, sanos y enfermos, muchos, se dirigen hacia aquella casa. En sus rostros se lee el deseo de estar bien y de ser finalmente felices. Aunque sólo un grupo consigue entrar, el clima es de fiesta. La presencia de Jesús ensancha siempre el corazón a la esperanza, crea tranquilidad y alegría. Parece que viven las palabras del profeta: "¿No os acordáis de lo pasado, ni caéis en la cuenta de lo antiguo?...He aquí que yo lo renuevo: ya está en marcha, ¿no lo reconocéis?" (Is 43, 18-19). En realidad, aquellas personas se habían dado cuenta de que estaba naciendo algo nuevo, y, de hecho, su atención se dirigía hacia aquel joven profeta.
El evangelista habla de un pequeño grupo de hombres que lleva un enfermo ante Jesús. Parece sugerirnos a nosotros, muchas veces distraídos o egocéntricos, que los enfermos y los pobres necesitan a alguien que les ayude, que esté cerca de ellos, que se interese verdaderamente por su vida y su situación. Aquel pequeño grupo de verdaderos amigos, no pudiendo entrar en la casa donde estaba Jesús a causa de la gran multitud, suben al tejado, lo abren y con cuerdas hacen bajar al enfermo ante Jesús. Verdaderamente el amor no conoce obstáculos, ¡hace encontrar los caminos más impensables! De esta forma, aquel enfermo fue situado en el centro de aquella casa, en el centro de atención. En cuanto lo ve, Jesús le dice: "Hijo, tus pecados te son perdonados". Son palabras de perdón, es decir, de una acogida que toca las raíces de nuestra vida. Pero la envida ciega, y entre los presentes hay quien piensa que aquel hombre sólo necesita salud, y no perdón ni amor. Se podría decir que es un caso sanitario o social que hay que resolver, y no un hermano que hay que amar hasta el fondo. Los enfermos y los pobres necesitan cariño y amor, como todos. Los escribas de ayer y los de hoy, pendientes sólo de sí mismos, se escandalizan de una misericordia tan generosa. Pueden llegar a aceptar que se dé algo a aquel enfermo, incluso la curación, pero no el perdón. Es como decir que hay que ayudar a los pobres pero no sentarles a la mesa con nosotros. Los corazones endurecidos no logran concebir una misericordia sin límites.
Sin embargo, Jesús, que ama sin límites, no da sólo una limosna a aquel enfermo y luego se va; se conmueve y le cura en el corazón y en el cuerpo, al perdón añade la curación: "A ti te digo, -dice al paralítico- levántate, toma tu camilla y vete a tu casa". La palabra de Jesús realiza el milagro de la curación total. Aquel enfermo, como cualquiera de nosotros, necesitaba perdón y curación, porque, ¿de qué sirve la salud física si somos malvados de corazón? ¿De qué sirve ganar el mundo entero si se pierde el alma? El Señor nos invita a poner en el centro de nuestros pensamientos a los pobres. Y ponerlos en el centro quiere decir sentirlos como nuestros hermanos. No es casualidad que Jesús use el término "hermano" para indicar tanto a los discípulos como a los pobres, manifestando así un estrecho vínculo entre la Iglesia y los pobres. Tenía razón la gente de Cafarnaún cuando decía: "Jamás vimos cosa parecida". En efecto, también hoy el mundo necesita ver cosas como ésas, necesita ver que los pobres y los enfermos están en el centro de nuestras preocupaciones. Si pensamos en el drama de un mundo dividido entre pocos ricos y un número cada vez mayor de pobres, comprendemos cuánta necesidad hay de que este Evangelio siga siendo comunicado y sobre todo realizado. Si esto sucede, también nosotros podremos vivir la alegría de la gente de Cafarnaún.

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.