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Miércoles de ceniza
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Miércoles de ceniza

Miércoles de Ceniza
Fiesta de la cátedra de san Pedro.
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Miércoles de ceniza
Miércoles 22 de febrero

Homilía

La cuaresma, un tiempo cargado de historia, desgraciadamente parece vaciarse cada vez más de sentido en un mundo distraído, donde hasta el carnaval es más incisivo y está más presente. Podríamos decir que es un tiempo débil respecto a los tiempos fuertes de los intereses personales, de grupo o de nación, y por ello sin relevancia o visibilidad. Sin embargo, tanto el hombre como el mundo tienen una extrema necesidad del "sin sentido" del tiempo cuaresmal. Las Iglesias cristianas están llamadas a conjurar el riesgo de menospreciar la "fuerza" de estos cuarenta días de penitencia, ayuno, limosna y oración. El profeta Joel nos transmite la invitación fuerte y apasionada de Dios: "Volved a mí de todo corazón, con ayuno, con llantos y con duelo" (2, 12). Preocupado por la insensibilidad del pueblo de Israel, el profeta comentaba la invitación de Dios: "Desgarrad vuestro corazón y no vuestros vestidos, volved al Señor, vuestro Dios, porque él es clemente y compasivo, lento a la cólera, rico en amor, y se retracta de las amenazas" (Jl 2, 13). La cuaresma es el tiempo oportuno para volver a Dios, y comprendernos de nuevo a nosotros mismos y el sentido de la vida del mundo.
La liturgia viene a nuestro encuentro con el antiguo signo de la ceniza que, marginado por nuestros racionalismos y por nuestro sentido de la modernidad, es un signo tan auténtico que se vuelve de gran actualidad. Esas cenizas, acompañadas de la expresión bíblica "Recuerda que polvo eres y en polvo te convertirás", indican ciertamente penitencia y petición de perdón, pero sobre todo una cosa simple: todos somos polvo, todos somos débiles y frágiles. Este hombre que se yergue y se siente poderoso (y cada uno de nosotros tiene sus propias formas de erguirse y sentirse poderoso), mañana ya no es nada. Este hombre (o también esta nación) que se alza, se siente fuerte y empuña sin más las armas, mañana corre el riesgo de descubrirse trágicamente débil. ¡Todos somos polvo! Y la ceniza sobre la cabeza nos lo recuerda. No es para aumentar el miedo, y mucho menos para empujarnos a la eliminación recíproca. Juan Pablo II, sabiamente, decía: "No podremos ser nunca felices los unos contra los otros". En la vida cristiana la debilidad y la fragilidad son dimensiones decisivas de la vida, aunque tratemos continuamente de rehuirlas. Ellas, y no la fuerza, nos empujan a buscar lo que nos une y a hacer todo lo posible para encontrar las vías del encuentro y de la colaboración.
Hay un sentido liberador en el no tener que fingir siempre ser fuertes, sin mancha y sin contradicciones. La verdadera fuerza está en el considerar la propia debilidad, y en mantener vivo el sentido de humildad y mansedumbre: "Los mansos -afirma Jesús- poseerán en herencia la tierra" (Mt 5, 5). El signo de la ceniza es, por tanto, cuanto menos actual. Es un signo austero, como lo es también el tiempo de cuaresma, que se nos ofrece para ayudarnos a vivir mejor y para hacernos comprender lo grande que es el amor de Dios, que ha escogido unirse a gente débil y frágil como nosotros. Y a nosotros, débiles y frágiles, nos ha confiado el gran don de la paz para que la vivamos, la custodiemos, la defendamos, y la construyamos. En demasiadas partes del mundo la paz se desperdicia cotidianamente. Se desperdicia en el sufrimiento de tantos pueblos aplastados por la violencia. Las palabras del profeta Joel resuenan fuertes todavía hoy: "¡Tocad la trompeta en Sión, promulgad un ayuno, convocad la asamblea, congregad al pueblo, purificad la comunidad, reunid a los ancianos, congregad a los pequeños y a los niños de pecho! ... Entre el atrio y el altar lloren los sacerdotes... ¡Perdona, Señor, a tu pueblo, y no entregues tu heredad a la deshonra!" (Jl 2, 15-18). Es como si el Señor estuviera celoso de su tierra y sintiera compasión por su pueblo. Son precisamente su celo y su compasión los que nos constituyen, como escribe Pablo a los Corintios, en "embajadores de Cristo". Aquí se esconde nuestra fuerza: el Señor ha tomado el polvo que somos para hacernos "embajadores" de paz y de reconciliación.
Nosotros los cristianos estamos llamados a ser centinelas de paz en los lugares en que vivimos y trabajamos. Se nos pide vigilar, para que las conciencias no cedan a la tentación del egoísmo, la mentira y la violencia. El ayuno y la oración nos hacen centinelas atentos y vigilantes para que no venza el sueño de la resignación, que nos hace considerar la guerra como inevitable; para que se aleje el sueño de la aquiescencia al mal que continúa oprimiendo al mundo; para que sea extirpado de raíz el sueño del realismo perezoso que nos hace replegarnos sobre nosotros mismos y sobre nuestros intereses. En el Evangelio de este día Jesús mismo exhorta a los discípulos a ayunar y a rezar para que nos despojemos de toda soberbia y arrogancia, y para disponernos con la oración a recibir los dones de Dios. Nuestras fuerzas no bastan por sí solas para alejar el mal. Necesitamos invocar la ayuda del Señor, el único capaz de dar a los hombres esa paz que ellos mismos no saben darse.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.