ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de la Iglesia
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Memoria de la Iglesia
Jueves 22 de marzo


Lectura de la Palabra de Dios

Gloria a ti, oh Señor, sea gloria a ti

Yo soy el buen pastor,
mis ovejas escuchan mi voz
y devendrán
un solo rebaño y un solo redil.

Gloria a ti, oh Señor, sea gloria a ti

Primera Timoteo 6,3-10

Si alguno enseña otra cosa y no se atiene a las sanas palabras de nuestro Señor Jesucristo y a la doctrina que es conforme a la piedad, está cegado por el orgullo y no sabe nada; sino que padece la enfermedad de las disputas y contiendas de palabras, de donde proceden las envidias, discordias, maledicencias, sospechas malignas, discusiones sin fin propias de gentes que tienen la inteligencia corrompida, que están privados de la verdad y que piensan que la piedad es un negocio. Y ciertamente es un gran negocio la piedad, con tal de que se contente con lo que tiene. Porque nosotros no hemos traído nada al mundo y nada podemos llevarnos de él. Mientras tengamos comida y vestido, estemos contentos con eso. Los que quieren enriquecerse caen en la tentación, en el lazo y en muchas codicias insensatas y perniciosas que hunden a los hombres en la ruina y en la perdición. Porque la raíz de todos los males es el afán de dinero, y algunos, por dejarse llevar de él, se extraviaron en la fe y se atormentaron con muchos dolores.

 

Gloria a ti, oh Señor, sea gloria a ti

Les doy un mandamiento nuevo:
que se amen los unos a los otros.

Gloria a ti, oh Señor, sea gloria a ti

Por tercera vez el apóstol pone en guardia a Timoteo de los que tergiversan las enseñanzas evangélicas (cf. 1, 3-20; 4, 1-11). Ellos mismos se separan de la comunidad porque no siguen las "sanas palabras" del Señor, las únicas que son fuente de salvación precisamente porque liberan del pecado y de la muerte. Quien deja prevalecer a su orgullo queda subyugado por él, no se ve más que a sí mismo. Es el sentido de ceguera del que habla el apóstol y que lleva a "no saber nada" y a "padecer la enfermedad de las disputas y contiendas de palabras". Este comportamiento arrogante y presuntuoso no es inocuo, sino que se convierte en algo dañino para sí mismo y para la comunidad. El orgullo destruye el amor fraterno, que en cambio debe ser la cualidad más alta de la comunidad. Los frutos amargos del orgullo son "las envidias, discordias, maledicencias, sospechas malignas, discusiones sin fin". Con una fuerza particular el apóstol advierte que los herejes abusan de la piedad para obtener ventajas personales. Para el verdadero discípulo sucede lo contrario: "La piedad es provechosa para todo, pues tiene la promesa de la vida, de la presente y de la futura" (4, 8). La vida guiada por la "piedad" evangélica constituye unos beneficios abundantes para el tiempo presente y para la eternidad, pero debe ir siempre unida a la mansedumbre, a la moderación, para mantenerse libres de toda ansia de dinero, contentándose con lo que Dios provee. Pablo, para subrayar la correcta posesión de los bienes terrenales, recuerda un pensamiento ya contenido en las Escrituras: "Nosotros no hemos traído nada al mundo y nada podemos llevarnos de él". Es un dicho que recoge una antigua sabiduría que no pretende el desprecio de los bienes terrenales, pero tampoco su exaltación hasta convertirnos en esclavos suyos. Quien amasa riquezas para sí debe recordar lo que Dios le dice: "¡Necio! Esta misma noche te reclamarán el alma; las cosas que preparaste, ¿para quién serán?" (Lc 12, 20). Pablo conoce bien lo venenosa que puede ser la avidez, por ello no duda en condenar a los hombres que están poseídos por una insaciable avidez de riquezas y se abandonan sin freno a ella. Tal ansia por acumular bienes para sí es perjudicial tanto para quien es esclavo de él como para los demás: conduce a perder el corazón y la vida. Pablo no tiene miedo de decir que "la raíz de todos los males es el afán de dinero". Jesús mismo fue especialmente claro y duro: "No podéis servir a Dios y al Dinero" (Mt 6, 24). La codicia es incompatible con la piedad cristiana, e incluso con una vida que sea verdaderamente humana.

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.