ORACIÓN CADA DÍA

Liturgia del domingo
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo
Domingo 25 de marzo

Homilía

"Queremos ver a Jesús". Esta es la petición de algunos griegos que habían subido al culto durante la fiesta. "Queremos ver" a ese maestro que habla como nunca un hombre lo había hecho. "Queremos ver" a uno que tiene compasión, que lo explica todo, que va al encuentro de los demás, que llora por un amigo que había muerto. "Queremos ver" al que tiene misericordia de los pecadores, que hace posible el camino de la salvación; que no ha venido a juzgar sino a salvar al mundo. "Queremos ver a Jesús". Es la petición de nuestro mundo extraviado, confuso, marcado como está por la guerra, arrastrado por las razones del conflicto que endurecen los corazones, que siembran con largueza la enemistad, que arman las manos y las mentes de tantos. "Queremos ver a Jesús" para esperar lo que hoy parece imposible; porque tenemos necesidad de alguien que nos explique qué hacer, para el que las únicas razones válidas sean las del amor. "Queremos ver a Jesús" para no aceptar la lógica de la violencia, porque necesitamos mirar hacia delante, escuchar palabras de corazón, verdaderas, creíbles, humanas, desinteresadas. "Queremos ver a Jesús" porque buscamos ser diferentes y no sabemos cómo hacerlo; porque no nos podemos perdonar a nosotros mismos y tenemos necesidad de aquel que hace nuevo lo que es viejo y desata las ataduras del mal.
"Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto". Para él no bastaba venir a la tierra, aunque esto ya mostraba su increíble amor por los hombres; quería donar toda su vida hasta el final, hasta la última hora, el último instante. No es que Jesús buscase la muerte, al contrario, no quería morir en absoluto. En la carta a los Hebreos que leemos como segunda lectura está escrito que Cristo, "habiendo ofrecido en los días de su vida mortal ruegos y súplicas con poderoso clamor y lágrimas al que podía salvarlo de la muerte, fue escuchado por su actitud reverente". Sin embargo -y aquí está el gran misterio de la cruz- la obediencia al Evangelio y el amor por los hombres fueron para Jesús más preciosos que su propia vida.
No había venido a la tierra para "quedar él solo", sino para dar "mucho fruto". Y el camino para dar fruto lo indica con las siguientes palabras: "El que ama su vida, la pierde; y el que odia su vida en este mundo, la guardará para una vida eterna". Es una frase que parece incomprensible, y en ciertos aspectos lo es porque resulta totalmente ajena al sentir común. Todos amamos conservar la vida, custodiarla, preservarla, salvarla de la fatiga y de la generosidad. Nadie se siente impulsado a "odiarla" como parece en cambio sugerir el texto evangélico; basta pensar en los cuidados que proporcionamos a nuestro cuerpo y en las sofisticadas atenciones que le reservamos. El Evangelio habla otro lenguaje, que parece duro pero que es profundamente verdadero. El sentido de los dos términos (amar y odiar) debe entenderse a partir del ejemplo de la propia vida de Jesús, de su modo de comportarse, de querer, de entregarse, de pensar, de preocuparse. En suma, Jesús ha vivido toda la vida amando a los hombres más que a sí mismo, y la cruz es la hora en que este amor se manifiesta con mayor claridad.
La vida de cada uno de nosotros es como un grano que puede dar frutos extraordinarios, incluso más allá de nuestra existencia tan breve y de nuestras capacidades tan limitadas. La opción de Jesús no es indolora; su amor no es un sentimiento vacío o una sensación sino una elección fuerte, apasionada, que afronta el mal, ¡más fuerte que el mal! "Ahora mi alma está turbada". El verbo significa "lleno de horror", "triste hasta el punto de morir". ¡Pobre Jesús! Frente al mal se queda turbado, como cada hombre, pero no huye lejos buscando una situación nueva, no se refugia en las cosas por hacer, no descarga la responsabilidad sobre otros, no deja de pensar, no hace pactos con el enemigo, no maldice, no se engaña con la fuerza de la espada. Jesús se encomienda. La victoria sobre la turbación no es el fatalismo o el coraje, sino la confianza en el amor del Padre que da la gloria, es decir, la plenitud de lo que cada uno es. "¿Qué voy a decir? ¡Padre, líbrame de esta hora!" Jesús se confía al Padre. Podríamos también nosotros hacer lo mismo en la hora del dolor, de la tristeza, de las tinieblas, para que en nuestra debilidad se vea la gloria de Dios, es decir, que se manifieste la fuerza extraordinaria del amor.
Y el Padre no dejó de hacer oír su voz, que venía del cielo: "Le he glorificado y de nuevo le glorificaré". Jesús explica a la gente que aquella voz había venido para ellos y no para él. Es la voz del Evangelio, que nos impulsa a abrir los ojos, a no dejar las cosas para mañana, sino a entender hoy el secreto de ese grano que muere para dar fruto.

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.