ORACIÓN CADA DÍA

Pascua de resurrección
Palabra de dios todos los dias

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Libretto DEL GIORNO
Pascua de resurrección
Domingo 8 de abril

Homilía

María Magdalena fue al sepulcro cuando todavía estaba oscuro. Es la oscuridad de este mundo, que en realidad entra fácilmente incluso en el corazón de los hombres, los vuelve opacos, tan poco luminosos de vida. En el mundo vence la violencia, hasta tal punto de que parece ser indispensable. Vence la espada, vence la prudente neutralidad de Pilatos, que comprende todo, que no quiere matar a Jesús, y que de alguna manera querría salvarle la vida pero que no elige defenderlo (como nuestros sentimientos cuando no se ponen del lado del amor; o cuando se quedan empequeñecidos, si no los hacemos crecer, o no aceptamos sus consecuencias, su precio). En el mundo vencen los treinta denarios de Judas, el deseo de poseer, la idolatría de las cosas -aunque nos haga vender lo más hermoso que tenemos, y caer al final en la desesperación. Vence la violencia insensible de los soldados, brutal, gratuita, fácil como el prejuicio. Vence la violencia asesina de la multitud, anónima, terrible, sin rostro. En el fondo vencen los discípulos que se han salvado a sí mismos. Jesús es un vencido. En la oscuridad cada uno debe salvarse solo, como sucede la noche del arresto de Jesús, la hora de las tinieblas. Es la oscuridad profunda que envuelve a quien se encuentra en la noche de la guerra, que pende como una amenaza, que parece imposibilitar la convivencia entre los hombres, que borra la vida de países enteros, alimentándose de los intereses de quien se enriquece con las armas. Es la oscuridad de quien extingue la débil luz de los niños enfermos de SIDA en África; es la oscuridad que apaga la mecha humeante de los ancianos abandonados y arrojados al abismo de los hospitales para enfermos crónicos, del que parece imposible volver a salir. Es también la oscuridad de nuestro corazón, que no encuentra el perdón, apagado por la resignación.
Nada más llegar al sepulcro María ve que la piedra puesta sobre la entrada, pesada como la misma muerte, ha sido retirada. Corre enseguida donde Pedro y Juan: "Se han llevado del sepulcro al Señor". Y añade con tristeza: "No sabemos dónde le han puesto". La esperanza parece del todo perdida, engullida por la nada. Es la victoria completa del mal; es la desesperación de tantas mujeres que no pueden ni siquiera llorar el cuerpo de su hijo. Es ella quien pone en marcha a Pedro y al otro discípulo que Jesús amaba. También ellos "corren" inmediatamente hacia el sepulcro vacío. Es una carrera que expresa bien el ansia de cada discípulo, de cada comunidad, del mundo entero que tiene necesidad del Señor, de un futuro, de eternidad, de algo que no engañe ni termine.
Todo cambia con la resurrección: el corazón comienza a correr, los sentimientos recobran fuerza. También nosotros podemos volver a correr, podemos ir de nuevo al encuentro del otro. La vida no ha acabado, la esperanza no es cosa del pasado. No vencen la nostalgia, el cinismo, el desesperado deseo de salvarse uno mismo. La felicidad de la Pascua no se alcanza sin el dolor de la cruz, sino que es la victoria sobre ese dolor. La felicidad no es una vida sin llanto sino las lágrimas enjugadas por el amor. Por ello la Pascua es también prisa: el amor tiene prisa por llegar junto al amado. Llega primero a la tumba Juan, el discípulo más joven, el discípulo del amor. Pedro entra en el sepulcro, y después también el otro discípulo. "Vio y creyó", pues hasta ese momento "no habían comprendido que según la Escritura Jesús debía resucitar de entre los muertos". Ésta es a menudo nuestra vida, el esfuerzo de creer que la vida puede resucitar. Es fácil para nosotros resignarnos ante el mal, ante la lógica de la violencia, tan evidente y terrible en el caso de Jesús. La Pascua viene a abrir las puertas del corazón, que se cierran en la tristeza, en el sentido de fracaso, en la desilusión.
Cuando un poco de la oscuridad del mal es vencida, cuando la desesperación de la angustia encuentra una pequeña luz de amor, cuando las lágrimas son enjugadas y la soledad encuentra compañía; cuando un extraño se convierte en hermano; cuando llega la paz; cuando un débil es consolado; cuando quien muere es acompañado por el afecto y se abandona en las manos de Dios, he aquí que el mundo resucita. "Lucharon vida y muerte en singular batalla y, muerto el que es la Vida, triunfante se levanta". Sí, estamos convencidos de ello: Cristo verdaderamente ha resucitado. "Tú, Rey victorioso, danos tu salvación". ¡Creamos más en la fuerza del amor que ha vencido el mal! ¡No tengamos miedo! Cristo ha resucitado y ya no muere más. Es nuestra fuerza, nuestra alegría, nuestro futuro. "¡Cristo ha resucitado! ¡Verdaderamente ha resucitado!"

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.