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Liturgia del domingo
Palabra de dios todos los dias

Liturgia del domingo

IV de Pascua
Recuerdo de santa Catalina de Siena (1347-1380); trabajó por la paz, por la unidad de los cristianos y por los pobres.
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Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo
Domingo 29 de abril

Homilía

La Iglesia dedica este domingo, llamado del Buen Pastor, a la oración y a la reflexión por las vocaciones sacerdotales y religiosas. En el centro de la liturgia de la Palabra está el apasionado discurso con el que Jesús, en plena polémica con la clase dirigente de Israel, se presenta como el "buen pastor", es decir, como el que recoge y guía a las ovejas, llegando incluso a ofrecer la propia vida por su salvación. Y añade: "Pero el asalariado, que no es pastor... ve venir al lobo, abandona las ovejas y huye". En efecto, la contraposición entre el pastor y el asalariado nace precisamente de esta motivación: el pastor desarrolla su labor por amor, renunciando al propio interés incluso a costa de su vida, mientras el asalariado actúa por interés personal y por dinero, y es por tanto lógico que en el momento del peligro abandone a las ovejas a su destino. El evangelista, para indicar el peligro, utiliza la imagen del lobo que "hace presa y dispersa" a las ovejas. Es una crítica durísima a los fariseos, acusados de "apacentarse a sí mismos... y no al rebaño" (Ez 34, 2), mientras él ha venido "para reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos" (Jn 11, 52).
Mirándolo bien, la obra del lobo encaja bien con la forma de comportarse del asalariado. A ambos les interesa sólo su propio interés, su propia satisfacción, la propia ganancia, y no la de las ovejas. De este modo tiene lugar una alianza efectiva entre el interés por uno mismo y el desinterés por los demás. Se pone de manifiesto una especie de diabólica conjura de los indiferentes y los egoístas contra los más débiles y los indefensos. Si pensamos en el enorme número de personas que han perdido el sentido de la vida y vagan sin meta alguna, si contemplamos los millones de prófugos que abandonan sus tierras y sus seres queridos en busca de una vida mejor sin que nadie se preocupe de ellos, si observamos la dispersión de los jóvenes en busca de la felicidad sin que haya quien se la indique, debemos constatar por desgracia la triste y cruel alianza entre los lobos y los asalariados, entre los indiferentes y los que sólo buscan sacar beneficios personales de esa dispersión. Escribe el profeta Ezequiel: "Mi rebaño anda disperso por toda la superficie de la tierra, sin que nadie se ocupe de él ni salga en su busca" (Ez 34, 6).
Llega el Señor Jesús y con gran autoridad afirma: "Yo soy el buen pastor. El buen pastor da su vida por las ovejas". No sólo lo ha dicho, lo ha mostrado con los hechos, especialmente en los días de la Semana Santa, cuando amó a los suyos hasta el extremo, hasta derramar su sangre. Sí, finalmente ha llegado en medio de los hombres quien rompe la triste y amarga alianza entre el lobo y el asalariado, entre el interés por uno mismo y el desinterés por los demás. Quien tiene necesidad de consuelo y de ayuda sabe ahora adónde dirigirse, sabe dónde llamar, hacia dónde volver sus ojos y su corazón. Jesús mismo lo había dicho: "Cuando sea elevado de la tierra, atraeré a todos hacia mí" (cf. Jn 12, 32). Todo el Evangelio, en el fondo, no habla de otra cosa que de este vínculo entre las multitudes desesperadas, abandonadas, abatidas, sin pastor, y Jesús que se conmueve por ellas. "¿Quién de vosotros que tiene cien ovejas, si pierde una de ellas, no deja las noventa y nueve en el desierto y va a buscar la que se perdió, hasta que la encuentra?" (Lc 15, 4), dice el Señor. Se atribuye a san Carlos Borromeo la frase: "Por salvar un alma, incluso una sola, iría hasta al infierno". Éste es el ánimo del pastor, ir hasta el infierno, es decir, hasta el límite más bajo, para salvar a una persona. Se puede entender también bajo esta perspectiva el "descenso a los infiernos" de Jesús en el Sábado Santo. Ni siquiera muerto, podríamos decir, Jesús se ha parado a pensar en sí mismo: como buen pastor ha ido a buscar a quien estaba perdido, a quien había sido y todavía es olvidado, a quien estaba y continúa estando en los infiernos de este mundo, que el mal y los hombres han creado.
El Evangelio parece decir que si no se es pastor de esta forma se es un asalariado. Es verdad, sólo Jesús es "buen pastor": quien no se asemeja a él traiciona su misión. Sabemos bien que no estamos a la altura, y que es su Espíritu infundido en nuestros corazones el que nos transforma para que podamos tener "entre nosotros los mismos sentimientos que Cristo" (Flp 2, 5). La página evangélica de hoy -como este domingo sugiere- se aplica sobre todo a los que tienen responsabilidades "pastorales" en la Iglesia, en especial a los obispos y los sacerdotes. Es necesario, incluso un deber, rezar -y no sólo hoy- para que los "pastores" se asemejen cada día más a Jesús, verdadero y único "buen pastor". Y es también urgente intensificar nuestra oración para que el Señor done a su Iglesia jóvenes que escuchen la invitación a ser "pastores" según su corazón, según su misma pasión de amor.
Toda comunidad cristiana está llamada, sin embargo, a mirar la abundancia de la "mies" y la escasez de "obreros"; podríamos decir que hay una responsabilidad "pastoral" que pertenece a todos los creyentes, no sólo a los sacerdotes. Cada discípulo, de hecho, es al mismo tiempo miembro del rebaño del Señor y, a su modo, también "pastor", es decir, responsable de los hermanos, de las hermanas y del prójimo. En muchas otras páginas de la Escritura emerge esta responsabilidad "pastoral" general de todo creyente, comenzando desde los orígenes de la humanidad, cuando Dios le pide a Caín cuentas de su hermano. Y no fue ni mucho menos ejemplar su respuesta: "¿Soy yo acaso el guardián de mi hermano?" Sí, Caín era el guardián de Abel (en este sentido se puede decir que era su "pastor"), y todo creyente debe serlo para su prójimo. Rezar para que en la comunidad cristiana haya personas que escuchen la llamada del Señor a servir ministerialmente a la Iglesia es parte de la espiritualidad de todo creyente. Pero es a partir de un terreno abonado de "pastoralidad", es decir, de creyentes que saben preocuparse de los demás, que pueden surgir hoy "pastores". Una comunidad apasionada genera pastores. El buen pastor, de hecho, no es un héroe sino una persona que ama, y el amor lleva allí donde ni siquiera soñaríamos llegar.
El amor inserta en las preocupaciones mismas del Señor: "También tengo otras ovejas, que no son de este redil; también a ésas las tengo que conducir y escucharán mi voz; y habrá un solo rebaño, un solo pastor". El amor de Dios enternece el corazón, nos hace conmovernos por aquellos que vagan por nuestras ciudades en busca de una meta, por los que no saben dónde encontrar consuelo, por los millones de desesperados del mundo entero, por ese hombre o esa mujer, cercano o lejano, que espera el consuelo y no lo encuentra. Escribe Mateo: "Y al ver a la muchedumbre, sintió compasión de ella, porque estaban vejados y abatidos como ovejas que no tienen pastor". E inmediatamente el evangelista añade: "Entonces dice a sus discípulos: «Rogad, pues, al Dueño de la mies que envíe obreros a su mies»" (Mt 9, 36-37). Toda la comunidad cristiana está unida al Señor Jesús, que se conmueve todavía por las multitudes de este mundo, y reza con él para que no falten los obreros para la viña del Señor. Pero al mismo tiempo todo creyente, ante Dios y ante "los campos que blanquean ya para la siega" (Jn 4, 35) debe decir con el profeta: "Heme aquí: envíame" (Is 6, 8).

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.