ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de Jesús crucificado
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Memoria de Jesús crucificado
Viernes 4 de mayo


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Este es el Evangelio de los pobres,
la liberación de los prisioneros,
la vista de los ciegos,
la libertad de los oprimidos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Gálatas 3,15-29

Hermanos, voy a explicarme al modo humano: aun entre los hombres, nadie anula ni añade nada a un testamento hecho en regla. Pues bien, las promesas fueron dirigidas a Abraham y a su descendencia. No dice: «y a los descendientes», como si fueran muchos, sino a uno solo, a tu descendencia, es decir, a Cristo. Y digo yo: Un testamento ya hecho por Dios en debida forma, no puede ser anulado por la ley, que llega 430 años más tarde, de tal modo que la promesa quede anulada. Pues si la herencia dependiera de la ley, ya no procedería de la promesa, y sin embargo, Dios otorgó a Abraham su favor en forma de promesa. Entonces, ¿para qué la ley? Fue añadida en razón de las transgresiones hasta que llegase la descendencia, a quien iba destinada la promesa, ley que fue promulgada por los ángeles y con la intervención de un mediador. Ahora bien, cuando hay uno solo no hay mediador, y Dios es uno solo. Según eso, ¿la ley se opone a las promesas de Dios? ¡De ningún modo! Si de hecho se nos hubiera otorgado una ley capaz de vivificar, en ese caso la justicia vendría realmente de la ley. Pero, de hecho, la Escritura encerró todo bajo el pecado, a fin de que la Promesa fuera otorgada a los creyentes mediante la fe en Jesucristo. Y así, antes de que llegara la fe, estábamos encerrados bajo la vigilancia de la ley, en espera de la fe que debía manifestarse. De manera que la ley ha sido nuestro pedagogo hasta Cristo, para ser justificados por la fe. Mas, una vez llegada la fe, ya no estamos bajo el pedagogo. Pues todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús. En efecto, todos los bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo: ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús. Y si sois de Cristo, ya sois descendencia de Abraham, herederos según la Promesa.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Hijo del hombre,
ha venido a servir,
quien quiera ser grande
se haga siervo de todos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Pablo afirma que la herencia que Dios prometió a Abrahán ahora pertenece a Jesús. El Señor, antes del pacto con Israel en el Sinaí, ya había hecho otro con Abrahán. Y aquel pacto es válido sobre todo por "su semilla" (cfr. Gn 17,7) que no se refiere a la descendencia de sangre sino al "único" descendiente: Jesucristo. Él es el único y universal heredero de las promesas abramíticas. El ejemplo del testamento, que siempre es válido y que no anula ni la ley -que por otra parte llegó cuatrocientos treinta años después-, le permite escribir a Pablo que no se pueden haber dos caminos para acceder a la herencia de Abrahán: la ley y la promesa. Solo la promesa hereda el pacto con Abrahán. Aunque se había fijado la ley, esta tenía solo una función pedagógica, es decir, de preparación a la fe hasta que llegara la "semilla", es decir, Cristo (3,16). Los discípulos de Jesús reciben, pues, la herencia que se le había prometido a Abrahán. Ellos, pues, ya no están sometidos al "pedagogo", es decir, ya no están bajo vigilancia, sino que viven en libertad porque ahora son "uno en Cristo Jesús" (3,28). "Revestidos de Cristo", los cristianos son una nueva criatura, un nuevo pueblo que ya no conoce leyes exteriores, sino únicamente el amor que debe guiar toda la vida del creyente. A los romanos, Pablo les escribe que hemos sido liberados de todo para ser esclavos de una sola cosa, el amor: "Con nadie tengáis otra deuda que la del mutuo amor" (Rm 13,8).

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.