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Liturgia del domingo
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Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo
Domingo 13 de mayo

Homilía

"Amémonos unos a otros". Ese es el imperativo que el apóstol Juan no se cansa de dirigir a su comunidad. Sabe que el amor es fundamental en la vida de los discípulos. Lo ha aprendido directamente de Jesús. Juan lo ha vivido en primera persona. Ha podido degustar la ternura y la radicalidad de aquel amor, y ha visto que era tan grande que llegaba incluso a amar a los enemigos y a dar la propia vida. Juan fue un testigo privilegiado de aquel amor, un custodio atento y un predicador solícito. En su primera epístola quiere revelar la naturaleza y la fuente de dicho amor: "Amémonos unos a otros, porque el amor es de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios" (1 Jn 4,7). El apóstol habla aquí de un amor distinto al que normalmente nos referimos nosotros con ese término. El amor por nosotros es aquel conjunto de sentimientos que nace espontáneamente del corazón y que está formado por atracción, simpatía, deseo, pasión, complacencia y satisfacción de uno mismo. En el lenguaje del Nuevo Testamento para hablar de ese amor se utiliza el término griego eros. El apóstol, en cambio, utiliza la palabra agape para hablar del amor que nace de Dios y que debe regir las relaciones entre los discípulos.
Para comprender el amor de Dios (agape) el punto de partida no son nuestros sentimientos o nuestra psicología sino, precisamente, Dios. Las Sagradas Escrituras, que son el documento privilegiado para comprender ese amor, no son más que la narración del relato histórico del amor de Dios por los hombres. Página tras página, en las Sagradas Escrituras descubrimos a un Dios que parece no parar hasta que encuentra reposo en el corazón del hombre. Podríamos parafrasear aplicándola al Señor la conocida frase que san Agustín decía respecto al hombre: "Inquietum est cor meum...". Davide Maria Turoldo habló del "corazón inquieto de Dios", que bajó a la Tierra para buscar y salvar lo que se había perdido, para dar la vida a lo que ya no la tenía. Es un Dios que se hace mendigo, mendigo de amor. En realidad, mientras Él extiende la mano para pedir amor, lo da a los hombres. Él es el espíritu que penetra la materia, es la luz que atraviesa las tinieblas, para dar vida, para espiritualizar, para elevar y salvar.
Eso es el amor cristiano: Dios que baja, gratuitamente, hasta lo más profundo de la vida de los hombres para llegar hasta su amado. Sí, Dios está inquieto hasta que encuentra al hombre, hasta que le toca el corazón. Está tan inquieto "que dio a su Hijo unigénito, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna" (Jn 3,16). El amor de Dios "va hacia abajo", podríamos decir, se rebaja hasta llegar a lo más profundo de la vida de los hombres, y con una dedicación total, "hasta dar la vida por sus amigos", como dice el mismo Jesús. Juan sigue meditando en su primera epístola: "En esto consiste el amor (cristiano): no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo como víctima de expiación por nuestros pecados" (1 Jn 4,10). Dios es quien ama primero, y ama incluso a aquellos que no merecen su amor. Es un amor totalmente gratuito, o aún podríamos decir más: injustificado. Dios no ama a justos sino a pecadores, y estos no son dignos de ser amados. Pablo dice que Dios ha elegido las cosas que no son importantes para que lo fueran; ha elegido las cosas que son abominables para los hombres y ha hecho de ellas el objeto de su gracia (1 Co 1,28). Ese es el Dios de los Evangelios. Es un Dios al que le mueve un amor que parece atraído por la falta de vida, por la negación del amor. Dios es un amor que se anula a sí mismo para poder llegar hasta el más desgraciado de los hombres y enriquecerlo con su amistad. La misma historia de Jesús está contenida en un amor de ese tipo. Dios no es el Ser en sí, a la manera del pensamiento aristotélico, sino que es el Ser para nosotros, es apertura infinita, es amor apasionado por nosotros.
Si todas las Escrituras son la historia del amor de Dios sobre la Tierra, los Evangelios muestran su culmen. Por eso, si queremos balbucear algo del amor de Dios, si queremos darle un rostro y un nombre, podemos decir que el amor es Jesús. El amor es todo lo que Jesús dijo, vivió, hizo, amó, sufrió... El amor es buscar a los enfermos, es tener por amigos a conocidos pecadores, a samaritanos, a personas que están lejos, que son enemigas y rechazadas. El amor es dar la vida por todos, es quedarse solo para no traicionar el Evangelio, es tener como primer compañero en el paraíso a un condenado a muerte, al malhechor arrepentido... Eso es el amor de Dios. Es algo totalmente distinto del amor por nosotros mismos, amasado con los altibajos de nuestra psicología y de nuestros estados de ánimo. Los lazos afectivos entre los hombres basados en la atracción "natural" son tenues. Hace falta bien poco para interrumpirlos y destruirlos. Cada vez es más raro establecer vínculos de por vida y considerar las relaciones como definitivas. El amor por uno mismo, cuya razón de ser es la satisfacción personal más que la felicidad de los otros, no tiene suficiente fuerza como para resistir a las tormentas y a los problemas de la vida. Son muchas, muchísimas, las víctimas que caen en este frágil y resbaladizo terreno. Solo el amor de Dios es como la roca firme que nos salva de la destrucción, porque antes que yo está el otro. Jesús nos dio un ejemplo en primer lugar con su propia vida. Por eso puede decir a los discípulos: "Como el Padre me amó, yo también os he amado a vosotros. Permaneced en mi amor" (Jn 15,9).
La relación que existe entre el Padre y el Hijo se presenta como modelo y fuente del amor cristiano. Es verdad que no puede nacer de nosotros un amor así, pero sí lo podemos recibir de Dios. Y si lo acogemos, genera una fraternidad amplia, universal, que no tiene enemigos. Genera, en definitiva, una nueva comunidad de hombres y mujeres en la que el amor de Dios se cruza con el amor mutuo, casi hasta identificarse en uno solo. De hecho, uno es causa del otro. Un conocido teólogo ruso solía decir: "No permitas que tu alma olvide este dicho de los antiguos maestros del espíritu: después de Dios, considera a cada hombre como a Dios". Este tipo de amor es la señal distintiva de aquellos que han sido generados por Dios. Pero no se trata de un rasgo que se adquiere de una vez por todas, ni pertenece por derecho a uno u otro grupo. El amor de Dios no conoce límites ni fronteras de ningún tipo; supera el tiempo y el espacio; abate toda barrera de etnia, cultura, nación e incluso creencia, como leemos en los Hechos de los Apóstoles cuando el Espíritu llenó también la casa del pagano Cornelio. El agape es eterno. Todo pasa, incluso la fe y la esperanza, pero el amor perdura para siempre. Ni siquiera la muerte lo puede romper, porque es más fuerte que la muerte. Con razón Jesús puede concluir diciendo: "Os he dicho esto para que mi gozo esté en vosotros, y vuestro gozo sea colmado" (Jn 15,11).

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.