ORACIÓN CADA DÍA

Vigilia del domingo
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Vigilia del domingo
Sábado 19 de mayo


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Quien vive y cree en mí
no morirá jamas.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Efesios 2,11-22

Así que, recordad cómo en otro tiempo vosotros, los gentiles según la carne, llamados incircuncisos por la que se llama circuncisión - por una operación practicada en la carne -, estabais a la sazón lejos de Cristo, excluidos de la ciudadanía de Israel y extraños a las alianzas de la Promesa, sin esperanza y sin Dios en el mundo. Mas ahora, en Cristo Jesús, vosotros, los que en otro tiempo estabais lejos, habéis llegado a estar cerca por la sangre de Cristo. Porque él es nuestra paz: el que de los dos pueblos hizo uno, derribando el muro que los separaba, la enemistad, anulando en su carne la Ley de los mandamientos con sus preceptos, para crear en sí mismo, de los dos, un solo Hombre Nuevo, haciendo la paz, y reconciliar con Dios a ambos en un solo Cuerpo, por medio de la cruz, dando en sí mismo muerte a la Enemistad. Vino a anunciar la paz: paz a vosotros que estabais lejos, y paz a los que estaban cerca. Pues por él, unos y otros tenemos libre acceso al Padre en un mismo Espíritu. Así pues, ya no sois extraños ni forasteros, sino conciudadanos de los santos y familiares de Dios, edificados sobre el cimiento de los apóstoles y profetas, siendo la piedra angular Cristo mismo, en quien toda edificación bien trabada se eleva hasta formar un templo santo en el Señor, en quien también vosotros estáis siendo juntamente edificados, hasta ser morada de Dios en el Espíritu.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Si tú crees, verás la gloria de Dios,
dice el Señor.

Aleluya, aleluya, aleluya.

El apóstol está preocupado por la unidad de la comunidad, en peligro por las tensiones entre los que provenían del judaísmo y los que provenían del paganismo. Esta página está estructurada como un tríptico. El primer cuadro recuerda la lejanía entre judíos y paganos para subrayar la obra de Jesús, que abate el muro, y la consiguiente unidad que se crea. Pablo recuerda a los paganos su condición anterior, es decir, su lejanía de Dios porque estaban fuera de su revelación. Es una reflexión específica para el tiempo del apóstol, pero cada uno de nosotros podría aplicarla a sí mismo pensando en cuando estábamos lejos de Dios y fuera de la comunión con él. Estas palabras nos hacen pensar también en la actualidad de la Iglesia: ¡cuántas divisiones hay entre los cristianos! Y si ampliamos la mirada: ¡cuántos conflictos hay entre los pueblos de la tierra! Como creyentes no podemos resignarnos a las divisiones, pues corremos el riesgo de ser cómplices. Estamos llamados a trabajar para restablecer la fraternidad entre todos que quiere Dios. El apóstol presenta, pues, a Jesús como nuestra paz, como aquel que unió en un solo cuerpo a judíos y gentiles. Nosotros podemos añadir que actúa también para la unión de los que están divididos y dispersos, para que todos se encuentren en unidad. Cristo hace realidad la paz porque él es la paz. Y por eso actúa para la comunión plena entre los hombres. La paz no es un sentimiento de bienestar ni la simple ausencia de guerra. La paz es, precisamente, plenitud de comunión, el bien mesiánico supremo. Para hacerla posible Jesús entró en lo más profundo del conflicto hasta sufrir la muerte. Con la cruz abatió el muro del egoísmo que divide a los hombres, unió a todos en el amor e hizo realidad el "hombre nuevo", el hombre en cuyo corazón vive toda la humanidad. En el corazón del creyente se hace realidad la superación de toda división, de toda barrera, de toda frontera. Para el discípulo de Jesús no hay enemigos contra los que luchar, sino solo hermanos y hermanas a los que amar. De ese amor "crucificado" nace la Iglesia como comunión de hermanos y hermanas. Jesús eliminó la enemistad que divide a los hombres cargando sobre sí la enemistad, el odio, la división, sin reaccionar, sin usar la violencia, sino perdonando. De ese modo clavó junto a él la enemistad en la cruz e hizo surgir el amor. De la cruz nació una nueva fraternidad en la tierra: la comunidad de los creyentes. A ella le confió la tarea de llevar la reconciliación allí donde hay división y separación. Y con Isaías podemos cantar también hoy: "¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que anuncia la paz" (Is 52,7). Los discípulos, acogiendo el amor de la cruz, ya no son extraños ni forasteros: se han convertido en "conciudadanos de los santos", es decir, parte de la familia de Dios que ya en la tierra degusta los bienes del cielo.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.