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Liturgia del domingo
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Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo
Domingo 17 de junio

Homilía

Leyendo los Evangelios, vemos inmediatamente que el tema del "reino de Dios" es esencial en la predicación de Jesús. Marcos caracteriza en ese sentido la predicación de Jesús desde el inicio: "El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva" (1,15), anuncia el joven profeta de Nazaret a aquellos que encuentra por los caminos y por las calles de Galilea. No proclama simplemente la existencia del Reino -verdad bien conocida ya por quien le escuchaba- sino que aquel reino se ha acercado a los hombres. No hay, pues, tiempo que perder: es necesario y urgente decidirse. Aquel que no se quiere involucrar pone en peligro su propia salvación. El Reino no es, como alguien podría pensar, algo externo, un acontecimiento futuro que no afecta personalmente a quien escucha. Al contrario, está cerca, es más, está entre nosotros. Es como decir que la salvación existe ya hoy. Por eso el mal y su poder han quedado derrotados de raíz. El tiempo de su triunfo ha terminado y ha empezado su ruina definitiva. Esta es la buena noticia -el "Evangelio"- que Jesús ha venido a traer a los hombres y por el que pide que nos convirtamos. La trascendencia de dicho anuncio impulsa a Jesús a utilizar todo medio, incluido el género literario de las parábolas, para que quien le escucha comprenda la llegada del Reino y su acción en la vida de los hombres. Por otra parte, Jesús sabe perfectamente que está en juego la misma salvación de quienes le escuchan. No es una de las muchas verdades que hay que aprender, sino que es el mismo corazón de su mensaje. Las parábolas, no obstante, no quieren esconder el misterio del reino. Al contrario, intentan involucrar con mayor eficacia a los oyentes en la realidad que presentan a través de imágenes evidentes. La misma concreción de las imágenes impulsa a tocar con la mano el misterio que esconden.
El pasaje evangélico de este domingo nos presenta dos parábolas del Reino. La primera habla de algo que los oyentes conocen bien: "El Reino del Dios -empieza diciendo Jesús- es como un hombre que echa el grano en la tierra"; cuando termina de sembrar, el campesino espera pacientemente y sin excesivas preocupaciones hasta el tiempo de la cosecha. La tierra por sí misma ("automáticamente", dice el texto griego) da fruto. Llegará finalmente el tiempo de la siega y entonces el campesino podrá almacenar la cosecha de sus campos. Jesús centra la atención de quienes le escuchan en el "trabajo" que la semilla hace, por su energía interna, desde el tiempo de la siembra hasta el de la cosecha. No hay duda de que quiere reconfortar a sus oyentes. Debemos pensar en la comunidad cristiana a la que se dirigía Marcos, que vivía momentos muy difíciles de persecución. Y sin duda los creyentes se preguntaban dónde estaba la fuerza del Evangelio, y por qué el mal y las dificultades parecían vencer por encima de todo. ¿Acaso Jesús había muerto y resucitado en vano? A veces también nosotros, aunque en condiciones diferentes de las que vivía la comunidad de Marcos, pensamos cosas similares. Muchas veces, por ejemplo, oímos repetir frases como estas: "Después de tantos años de predicación evangélica, ¿cómo es que en el mundo todavía hay tanta maldad?", o bien: "¿Dónde está el reino de Dios y su fuerza?". Pues bien -responde Jesús-, al igual que la semilla, tras caer en el suelo, germina y da fruto, también lo hace el Reino de Dios. Los creyentes deben saber que el Señor mismo obra en nuestra vida y en la historia de los hombres y en él debemos depositar toda nuestra confianza. El Reino está cerca porque el Señor está cerca, el Reino obra porque el Señor obra. Obviamente Jesús no quiere reducir nuestro trabajo, ni invitar a dormir y a acomodarse pensando que el Reino crecerá y se desarrollará de todos modos. El texto evangélico subraya únicamente que la soberanía de Dios sobre el mal ya es definitiva.
La parábola siguiente continúa comparando el Reino de Dios con una pequeña semilla, la menor de todas: la semilla de mostaza. No es casual la insistencia en la pequeñez de la semilla. No se hacen cosas grandes porque uno es poderoso o grande. En el Reino de Dios sucede exactamente lo contrario de lo que sucede entre los hombres. "El que quiera ser el primero entre vosotros, será vuestro esclavo", dice Jesús a los discípulos. El que se hace pequeño y humilde da mucho fruto. La pequeña semilla de mostaza cuando crece se convierte en un arbusto de hasta tres metros de alto y los pájaros se posan en sus ramas e incluso hacen el nido. Jesús dice que al Reino de Dios le pasa lo mismo que a aquella pequeña semilla. El Reino, pues, no se impone por su poder exterior ni por su grandiosidad. Al contrario, sigue una lógica distinta de la del mundo: elige el camino de la debilidad para afirmar la energía desbordante del amor y da prioridad a los pequeños, a los débiles, a los enfermos y a los excluidos para manifestar la fuerza extraordinaria de la misericordia. Allí donde llega el Reino, los hambrientos son saciados, los afligidos son consolados, los pobres son acogidos, los enfermos son curados, los que están solos reciben consuelo, los presos son visitados y los enemigos son amados. El Reino está allí donde está el amor. Eso cambia muchas cosas. Se podría decir que no se llega al Paraíso mediante las obras de caridad, sino más bien ya se está en el Paraíso cuando se vive la caridad.
El aspecto nuevo de esta predicación evangélica consiste en la íntima relación que Jesús plantea entre él, su obra y el Reino. Jesús es el Reino, se identifica con él. Él es la semilla echada en la tierra de los hombres, una semilla pequeña, débil, maltratada, injuriada, descartada y expulsada. Y aun así, aquella semilla echada en la tierra, una vez muerta, resucita y a través de los discípulos, su cuerpo místico, extiende sus ramas hasta los extremos de la tierra. Ya el profeta Ezequiel, mientras estaba exiliado en Babilonia, había preanunciado que una frágil rama, como la de un cedro, se convertiría en un árbol robusto y reconfortante. "Yo tomaré de la copa del alto cedro, de la punta de sus ramas escogeré un ramo y lo plantaré yo mismo en una montaña elevada y excelsa: en la alta montaña de Israel lo plantaré. Echará ramaje y producirá fruto, y se hará un cedro magnífico" (Ez 17,22-23). Los discípulos, en la medida en la que se dejen interpelar, o aún más, arrastrar por el pequeño libro de los Evangelios, pueden entrar a formar parte del Reino de Dios y convertirse en sus humildes siervos.

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.