ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de los pobres
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Memoria de los pobres
Lunes 18 de junio


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Este es el Evangelio de los pobres,
la liberación de los prisioneros,
la vista de los ciegos,
la libertad de los oprimidos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Santiago 1,1-8

Santiago, siervo de Dios y del Señor Jesucristo, saluda a las doce tribus de la Dispersión. Considerad como un gran gozo, hermanos míos, el estar rodeados por toda clase de pruebas, sabiendo que la calidad probada de vuestra fe produce la paciencia en el sufrimiento; pero la paciencia ha de ir acompañada de obras perfectas para que seáis perfectos e íntegros sin que dejéis nada que desear. Si alguno de vosotros está a falta de sabiduría, que la pida a Dios, que da a todos generosamente y sin echarlo en cara, y se la dará. Pero que la pida con fe, sin vacilar; porque el que vacila es semejante al oleaje del mar, movido por el viento y llevado de una a otra parte. Que no piense recibir cosa alguna del Señor un hombre como éste, un hombre irresoluto e inconstante en todos sus caminos.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Hijo del hombre,
ha venido a servir,
quien quiera ser grande
se haga siervo de todos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Santiago se presenta al inicio de la epístola como "siervo" de Dios. Es el título en el que basa la autoridad de sus palabras, entroncando así en la tradición bíblica del Señor de elegir a sus siervos (Moisés, Abrahán, David y todos los profetas). Con autoridad, pues, Santiago se dirige a las comunidades cristianas de la diáspora. Estas, aunque dispersas en muchas partes del mundo, se reúnen por el Evangelio de Jesús en el único nuevo pueblo de Dios. La Iglesia recoge la herencia de las doce tribus de Israel y da testimonio de ella al mundo entero. Santiago, sin muchos preámbulos, quiere que las comunidades "estén bien". Les escribe que deben estar siempre contentas aunque estén en medio de dificultades y de pruebas que deben pasar. La "prueba", escribe el autor, es en realidad un momento propicio para el crecimiento de la comunidad y de cada creyente. En eso hay un vínculo con la tradición antigua que decía: "Hijo, si te acercas a servir al Señor, prepara tu alma para la prueba. Endereza tu corazón, mantente firme, y no te angusties en tiempo de adversidad. Pégate a él y no te separes, para que seas exaltado en tu final. Todo lo que te sobrevenga, acéptalo, y en las humillaciones, sé paciente. Porque en el fuego se purifica el oro, y los que agradan a Dios, en el horno de la humillación" (Si 2,1-5). La alegría de la que habla Santiago es distinta de la alegría del mundo, que busca a toda costa, incluso desesperadamente, evitar la adversidad. Francisco de Asís hablará precisamente de la perfecta alegría al afrontar las numerosas pruebas de la vida, las inevitables "tentaciones", sin que provoquen ira y decepción y sin que pongan en discusión la decisión de amar al Señor y de sentirse amado por él. El diablo tentó a Job precisamente para demostrar que la fe de Job era fuerte solo porque las cosas le iban bien. Es en la oscuridad, donde hay que creer en la luz. Nos lo recuerdan los mártires, tanto los de la primera generación cristiana como los de nuestro tiempo, que hacen frente a las pruebas más difíciles con la paciente confianza en Dios. Las pruebas ayudan a consolidar una virtud que parece estar algo en desuso, como si fuera de otros tiempos: la paciencia. Es una virtud al alcance de todos. Para el apóstol la paciencia no es resignación. Al contrario, a menudo la prisa de resolverlo todo rápidamente, de ver los frutos de inmediato, hace que seamos superficiales y que nos decepcionemos. La paciencia es fuerza que permite resistir a las pruebas. La vida evangélica requiere siempre una lucha para superar las tentaciones que llevan a hacer compromisos con el pecado. Por eso el creyente debe pedir a Dios la sabiduría, que el Señor da con simplicidad y sin condiciones a quien la pide. La sabiduría viene de las alturas, no nace de nosotros o de nuestras tradiciones. Necesitamos esta sabiduría que no se mide con nociones, que no es una capacidad técnica pero que ilumina todas las actividades y los pensamientos de los hombres. La sabiduría de Dios es un corazón profundo, humano, interior, capaz de vivir lo que cree. Incluso el gran rey Salomón la pidió con insistencia a Dios para saber guiar con inteligencia y amor a su pueblo (Sb 9). Todos deben hacerse pequeños y humildes para recibir la sabiduría. En la fragilidad y en la necesidad, Santiago nos dice que quien confía solo en sí mismo y, lleno de orgullo, cuenta solo con sus fuerzas, vive inseguro e indeciso, porque termina por faltarle la fuerza interior que permite responder a las pruebas de la vida. Por eso invita a pedir ayuda con la confianza de los niños, que confían en el Padre sin prejuicios, temores y reservas, con la seguridad de que hará lo que le piden. Es fácil, por el contrario, acceder a nuestras incertidumbres, terminar paradójicamente amándolas, quedándonos pegados a las inquietudes que tenemos en el corazón, muchas veces banales y superficiales, pero tan nuestras que no somos capaces de librarnos de ellas. No es firme en la fe aquel que lo tiene todo claro y que ha resuelto todas sus dudas, sino quien decide confiar en Dios como un niño. El salmista dice: "Me mantengo en paz y silencio, como niño en el regazo materno". Pidamos, pues, a Dios la sabiduría del corazón para ser fuertes y pacientes en la vida.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.