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Recuerdo de san Ireneo, obispo de Lión y mártir (130-202). Fue desde Anatolia hasta Francia para predicar el Evangelio. Leer más

Libretto DEL GIORNO
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Jueves 28 de junio

Recuerdo de san Ireneo, obispo de Lión y mártir (130-202). Fue desde Anatolia hasta Francia para predicar el Evangelio.


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Yo soy el buen pastor,
mis ovejas escuchan mi voz
y devendrán
un solo rebaño y un solo redil.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Santiago 4,1-6

¿De dónde proceden las guerras y las contiendas entre vosotros? ¿No es de vuestras pasiones que luchan en vuestros miembros? ¿Codiciáis y no poseéis? Matáis. ¿Envidiáis y no podéis conseguir? Combatís y hacéis la guerra. No tenéis porque no pedís. Pedís y no recibís porque pedís mal, con la intención de malgastarlo en vuestras pasiones. ¡Adúlteros!, ¿no sabéis que la amistad con el mundo es enemistad con Dios? Cualquiera, pues, que desee ser amigo del mundo se constituye en enemigo de Dios. ¿Pensáis que la Escritura dice en vano: Tiene deseos ardientes el espíritu que él ha hecho habitar en nosotros? Más aún, da una gracia mayor; por eso dice: Dios resiste a los soberbios y da su gracia a los humildes.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Les doy un mandamiento nuevo:
que se amen los unos a los otros.

Aleluya, aleluya, aleluya.

¿De dónde proceden las guerras y las contiendas? Lo dice bien Santiago al inicio del capítulo cuatro de la epístola, que trata el tema de la enemistad. El autor se dirige a una o más comunidades cristianas. Se trata, pues, de una exhortación interna de los cristianos, de la que se derivan consecuencias importantes de orden general. Se abordan las relaciones violentas entre los hombres, que Santiago describe sobre todo en los primeros versículos mediante un vocabulario típico del lenguaje de la guerra. Para él la violencia nace en primer lugar en el corazón y luego se manifiesta exteriormente con las consecuencias. El modo de hablar de Santiago es trepidante. La pregunta inicial plantea el problema a la comunidad de los hermanos, a la violencia entre miembros de una misma comunidad. Los primeros cuatro versículos están construidos alrededor del problema de la violencia y de su origen. En el centro de todo el primer razonamiento, que termina con la afirmación del final del versículo 4, encontramos el "combatís y hacéis guerra". ¿Por qué esta violencia incluso entre hermanos que pertenecen a la misma comunidad? Es la gran preocupación de un hombre que intenta entrar en el corazón de los hermanos para determinar el origen de los sentimientos y las actitudes que son exactamente lo opuesto a la vida fraterna. El problema de las guerras y de las enemistades es interior más que exterior: se alimenta de los "deseos de placeres que luchan en vuestros miembros". Santiago alude a luchas y combates muy concretos en las comunidades de los lectores y descubre sus raíces en los deseos de los hombres, que producen una sacudida interior. Los deseos son fuertes e incontrolables pasiones. Santiago revela una lucha interna en la comunidad que probablemente está a ojos de los demás. Las palabras que utiliza ponen de manifiesto que se trata de un enfrentamiento duro, similar a la guerra que se libra con las armas. De hecho, hay guerras que nacen en el corazón. Estas guerras no van a ninguna parte. Dos veces subraya el autor el total fracaso de los intentos de imponerse a sí mismo a través de la violencia, aunque no explica por qué: "no tenéis... no recibís". El ansia de dominar, de mandar, de tener un papel reconocido, no da ningún resultado. Ninguna lucha, por áspera y firme que sea, lleva al resultado esperado, entre otras cosas porque -parece decir Santiago- quien vive luchando contra el prójimo no sabe ni siquiera pedir adecuadamente. Quien vive luchando contra los demás no tiene la humildad de orar, y cuando pide, no lo sabe hacer: "No tenéis porque no pedís. Pedís y no recibís porque pedís mal, con la intención de malgastarlo en vuestros deseos de placeres". Existe una unidad profunda y espiritual entre la humildad de la oración, que pone al hombre en toda su debilidad frente a Dios, y la capacidad de vivir pacíficamente con los demás, sin el afán por poseer y dominar. Quien no vive pacíficamente debe preguntarse si realmente vive de manera espiritual. Quien vive así es amigo del mundo y enemigo de Dios. Hay que purificar el corazón confiando en el Espíritu creador, que puede generar en hombres humildes su gracia renovadora. La humildad es propia de aquellos que son amigos de Dios y no viven luchando contra los demás. A sus amigos Dios les dará la gracia final, "más grande" incluso que el espíritu infundido en el hombre en el momento de la creación. Podríamos decir que es el don del fin de los tiempos, del mismo modo que el espíritu era el don del inicio.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.