ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de los santos y de los profetas
Palabra de dios todos los dias

Memoria de los santos y de los profetas

Recuerdo de san Benito (+547), padre de los monjes de Occidente, a los que guía con la regla que lleva su nombre. Leer más

Libretto DEL GIORNO
Memoria de los santos y de los profetas
Miércoles 11 de julio

Recuerdo de san Benito (+547), padre de los monjes de Occidente, a los que guía con la regla que lleva su nombre.


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ustedes son una estirpe elegida,
un sacerdocio real, nación santa,
pueblo adquirido por Dios
para proclamar sus maravillas.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Primera Pedro 1,22-25; 2,1-3

Habéis purificado vuestras almas, obedeciendo a la verdad, para amaros los unos a los otros sinceramente como hermanos. Amaos intensamente unos a otros con corazón puro, pues habéis sido reengendrados de un germen no corruptible, sino incorruptible, por medio de la Palabra de Dios viva y permanente. Pues toda carne es como hierba y todo su esplendor como flor de hierba; se seca la hierba y cae la flor; pero la Palabra del Señor permanece eternamente. Y esta es la Palabra: la Buena Nueva anunciada a vosotros. Rechazad, por tanto, toda malicia y todo engaño, hipocresías, envidias y toda clase de maledicencias. Como niños recién nacidos, desead la leche espiritual pura, a fin de que, por ella, crezcáis para la salvación, si es que habéis gustado que el Señor es bueno.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ustedes serán santos
porque yo soy santo, dice el Señor.

Aleluya, aleluya, aleluya.

El apóstol Pedro, con una cuarta exhortación, invita a los discípulos a "obedecer a la verdad", es decir a una "obediencia verdadera" al Evangelio, "sin añadiduras", como decía Francisco de Asís. Esta obediencia, sustancialmente, se concreta en el amor mutuo, en el nacimiento de una comunidad formada, precisamente, por hermanas y hermanos que se aman unos a otros. El amor fraterno no es una cuestión de carácter, es el fruto de escuchar el Evangelio. Así como de la ley del Sinaí nació el pueblo de Israel, ahora del Evangelio empieza el nuevo pueblo de los discípulos de Jesús. Por eso el apóstol dice: "habéis sido reengendrados de un germen no corruptible, sino incorruptible, por medio de la palabra de Dios viva y permanente". La Palabra de Dios, efectivamente, es aquella "semilla incorruptible" que depositada en el corazón de los creyentes los regenera a una vida nueva haciendo de ellos una comunidad de hermanos. Conscientes de la fragilidad de la condición humana nosotros confiamos en ella como la roca en la que afianzar nuestra vida. Esta Palabra es eficaz y no merma: "permanece eternamente", recuerda Pedro. De ella brota la fuerza que hace que los discípulos sean capaces de amarse unos a otros, y ella los sostiene y los mantiene en una fraternidad duradera. El autor presenta la vida cristiana como un nuevo nacimiento, fruto de la Palabra de Dios, que es también la leche de la que se alimenta para poder crecer. Los cristianos deben alimentarse continuamente de su leche materna. El apóstol, comparando el nuevo pueblo a una familia, exhorta a los discípulos a vivir como hijos recién nacidos, es decir, como niños que se abandonan confiadamente a las manos de la madre, la Iglesia. La discipulanza indispensable al Evangelio hace que los cristianos sean siempre hijos de la Iglesia, podríamos decir, y por tanto, siempre niños, es decir, siempre necesitados de esta madre buena y atenta que es la Iglesia. El alimento espiritual transforma el individuo que somos en un "nosotros", el nosotros de la Iglesia, que libra del individualismo al que nos acostumbra el mundo. Tal vez a partir de estas palabras de Pedro san Agustín tomó la imagen del creyente enviado a leer las escrituras en el regazo de la madre Iglesia. Así podemos crecer y fortalecernos en el amor. Y del amor evangélico brota la fuerza para abandonar toda malicia, envidia y maledicencia, que son retazos de la mentalidad malvada de este mundo.

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.