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Memoria de Jesús crucificado
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Memoria de Jesús crucificado

Recuerdo del profeta Elías, que fue elevado al cielo y dejó a Eliseo su manto. Para los musulmanes empieza el mes del Ramadán. Leer más

Libretto DEL GIORNO
Memoria de Jesús crucificado
Viernes 20 de julio

Recuerdo del profeta Elías, que fue elevado al cielo y dejó a Eliseo su manto. Para los musulmanes empieza el mes del Ramadán.


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Este es el Evangelio de los pobres,
la liberación de los prisioneros,
la vista de los ciegos,
la libertad de los oprimidos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Primera Pedro 4,1-6

Ya que Cristo padeció en la carne, armaos también vosotros de este mismo pensamiento: quien padece en la carne, ha roto con el pecado, para vivir ya el tiempo que le quede en la carne, no según las pasiones humanas, sino según la voluntad de Dios. Ya es bastante el tiempo que habéis pasado obrando conforme al querer de los gentiles, viviendo en desenfrenos, liviandades, crápulas, orgías, embriagueces y en cultos ilícitos a los ídolos. A este propósito, se extrañan de que no corráis con ellos hacia ese libertinaje desbordado, y prorrumpen en injurias. Darán cuenta a quien está pronto para juzgar a vivos y muertos. Por eso hasta a los muertos se ha anunciado la Buena Nueva, para que, condenados en carne según los hombres, vivan en espíritu según Dios.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Hijo del hombre,
ha venido a servir,
quien quiera ser grande
se haga siervo de todos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Esta vida, escribe Pedro, es un tiempo de lucha contra uno mismo y contra el egoísmo de cada uno (las pasiones de la carne) que, como ya advirtió, "combaten contra el alma". Efectivamente, la vida es también una lucha contra el mal, una batalla en la que participa todo hombre y todo creyente. Por eso Pedro pide que nos armemos de los mismos pensamientos de Cristo. Se trata de luchar la misma batalla. El apóstol Pablo, en su Epístola a los Efesios, describe las "armas de Dios", (Ef 6,11): la cintura es la verdad, la coraza es la justicia, el escudo es la fe, el yelmo es la salvación y la espada es la Palabra de Dios. Pedro resume todas estas armas en una única: imitar a Cristo. La mejor arma para librar la batalla contra el mal es precisamente vivir como Jesús, es decir, poner en práctica al pie de la letra el Evangelio. La primera batalla, pues, que los cristianos deben librar es la batalla contra sí mismos y contra su egoísmo. Cambiar uno mismo es el inicio para cambiar el mundo. Cuando cada creyente rompe la solidaridad con el pecado, en realidad no solo se cambia a sí mismo sino que cambia también el mundo que tiene a su alrededor. Pedro parece querer dar profundidad a su exhortación pidiéndonos que no nos dejemos dominar por las pasiones: "Ya es bastante el tiempo que habéis pasado obrando conforme al querer de los gentiles, viviendo en desenfrenos, liviandades, crápulas, orgías, embriagueces y en cultos ilícitos a los ídolos". A veces tenemos poca conciencia de la fuerza del mal que hay en nosotros y fuera de nosotros, y aceptamos pasivamente y con naturalidad todo, como si fuera normal. De ese modo la vida cristiana se llena de mediocridad y se acomoda a la mentalidad del mundo. Toda generación cristiana está llamada a librar la buena batalla del Evangelio contra el mal que envuelve la vida de los hombres, para vivir ya ahora en "otro" mundo. Por eso el comportamiento de los creyentes sigue siendo ajeno a la común mentalidad egocéntrica y violenta. Y precisamente por ser ajena al mal, todos, vivos y muertos, encuentran en él la salvación.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.