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Vigilia del domingo
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Vigilia del domingo

Recuerdo de santa Clara de Asís (1193-1253), discípula de san Francisco en el camino de la pobreza y de la simplicidad evangélica. Leer más

Libretto DEL GIORNO
Vigilia del domingo
Sábado 11 de agosto

Recuerdo de santa Clara de Asís (1193-1253), discípula de san Francisco en el camino de la pobreza y de la simplicidad evangélica.


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Quien vive y cree en mí
no morirá jamas.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Primera Juan 2,28-3,3

Y ahora, hijos míos, permaneced en él
para que, cuando se manifieste,
tengamos plena confianza
y no quedemos avergonzados lejos de él
en su Venida. Si sabéis que él es justo,
reconoced que todo el que obra la justicia
ha nacido de él. Mirad qué amor nos ha tenido el Padre
para llamarnos hijos de Dios,
pues ¡lo somos!.
El mundo no nos conoce
porque no le conoció a él. Queridos,
ahora somos hijos de Dios
y aún no se ha manifestado lo que seremos.
Sabemos que, cuando se manifieste,
seremos semejantes a él,
porque le veremos tal cual es. Todo el que tiene esta esperanza en él
se purifica a sí mismo, como él es puro.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Si tú crees, verás la gloria de Dios,
dice el Señor.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Juan exhorta a los discípulos de nuevo a "permanecer" en Jesús. Se trata de un tema que el apóstol al que "Jesús amaba" tenía en gran consideración, y que es recurrente tanto en las páginas evangélicas como en esta epístola. La comunión con Cristo es una dimensión específica del amor cristiano. Juan tranquiliza a los cristianos diciéndoles que si "permanecen" con Jesús no deben temer nada, ni siquiera el juicio definitivo (la parusia), porque ya están salvados por haber "nacido de él". En el prólogo del Evangelio se lee: "A todos los que la recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios, a los que creen en su nombre; los cuales no nacieron de sangre, ni de deseo de carne, ni de deseo de hombre sino que nacieron de Dios" (Jn 1,12-13). Así pues, nosotros somos hijos de Dios no de palabra sino en la realidad si, obviamente, permanecemos ligados a Jesús, el Hijo primogénito. El apóstol sabe que nos encontramos en el corazón del misterio del amor de Dios y exhorta a contemplarlo: "Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!". El amor de Dios, que nos salva del pecado y de la muerte, hace que los cristianos sean "incomprensibles" para la mentalidad egocéntrica y violenta de este mundo. Sobre todo hoy la costumbre del individualismo y de hacer las cosas solos, junto a una falsa idea de libertad, lleva casi al rechazo del vínculo con el Señor y con los demás. El sentimiento de autosuficiencia y de omnipotencia impide vivir aquella riqueza que proviene de la comunión con Dios y con los demás. Por eso el Evangelio tiene una imborrable dimensión de extrañeza ante la mentalidad del mundo que requiere a los discípulos de Jesús un testimonio de tintes heroicos. Y en la historia de la Iglesia no han faltado los cristianos que han mostrado dicho heroísmo del amor hasta la efusión de la sangre. Pero llegará el tiempo en el que se manifestará la victoria del amor y los cristianos, que ahora ven como en un espejo, verán al Señor "cara a cara", como dice Pablo a los corintios (1 Co 13,12).

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.