ORACIÓN CADA DÍA

Fiesta de la Asunción
Palabra de dios todos los dias

Fiesta de la Asunción

Fiesta de la Asunción Leer más

Libretto DEL GIORNO
Fiesta de la Asunción
Miércoles 15 de agosto

Homilía

En pleno mes de agosto la Iglesia de Oriente y la de Occidente celebran conjuntamente la fiesta de la asunción de María al cielo. En la Iglesia católica, el dogma de la asunción -como es sabido- fue proclamado durante el Año Santo de 1950. Pío XII, tras haber oído el parecer de los obispos del mundo, proclamó la asunción de María al cielo con su cuerpo. Dicho recuerdo, no obstante, tiene sus raíces en los primeros siglos de la Iglesia. En Oriente, donde tal vez se originó, todavía hoy se la conoce como "Dormición de la Virgen". San Teodoro el Estudita, sorprendido frente a esta verdad, se preguntaba: "¿Con qué palabras explicaré tu misterio? A mi mente le cuesta... es un misterio insólito y sublime, que transciende todas nuestras ideas". Y añadía: "La que se convirtió en madre al dar a luz sigue siendo virgen incorrupta, porque era Dios el engendrado. Así, en tu dormición vital, diferenciándote de todos los demás, solo tú con pleno derecho revistes la gloria de la persona completa de alma y cuerpo". Y concluía diciendo: "Te dormiste, sí, pero no para morir; fuiste asumida, pero no dejas de proteger al género humano".
El antiguo icono de la Dormición narra que mientras se iba acercando el día del final terrenal de la Madre de Jesús, los ángeles advirtieron a los apóstoles dispersos por varias partes del mundo, y éstos se reunieron rápidamente alrededor del lecho de María. Podríamos decir que se recomponía, de algún modo, la escena de Pentecostés, cuando los discípulos se encontraban en el cenáculo y "perseveraban en la oración con María" (Hch 1,14). Ahora vuelven a estar a su alrededor, muchos años después de aquel día, y tal vez le explican todas las maravillas que el Señor ha realizado a través de su predicación. El milagro de Pentecostés no se había detenido: habían nacido muchas comunidades en numerosas ciudades. Aquella pequeña semilla se había convertido en un árbol con muchas ramas. La leyenda termina diciendo que, apenas los apóstoles terminaron de explicar lo sucedido, María se durmió. En Oriente esta escena se ha convertido en el icono que describe la fiesta de hoy: en el centro está Jesús, que sostiene en brazos a una niña -María- que se ha hecho "pequeña" para el Reino, y es llevada al cielo por el Señor. Podríamos decir que la fiesta de hoy recuerda al último tramo de aquel viaje que María empezó inmediatamente después del saludo del ángel.
Hemos escuchado en el Evangelio según Lucas que "en aquellos días, se puso en camino María y se fue con prontitud a la región montañosa, a una ciudad de Judá". En aquellos días María corría de Galilea hacia una pequeña ciudad cerca de Jerusalén, para ir a encontrar a su prima Isabel. Hoy la vemos correr hacia la montaña de la Jerusalén celestial para encontrarse, finalmente, con el rostro del Padre y de su Hijo. Hay que decir que María, en el viaje de su vida, jamás se separó de su Hijo. La vimos con el pequeño Jesús huyendo a Egipto, luego llevándolo, siendo él adolescente, a Jerusalén, y durante treinta años en Nazaret cada día lo contemplaba guardando todo en su corazón. Luego lo siguió cuando abandonó Galilea para predicar en ciudades y pueblos. Estuvo con él hasta los pies de la cruz. Hoy la vemos llegando a la montaña de Dios, "vestida del sol, con la luna bajo sus pies, y una corona de doce estrellas sobre su cabeza" (Ap 12,1), y entrando en el cielo, en la celeste Jerusalén. Fue la primera de los creyentes que acogió la Palabra de Dios, es la primera que es acogida en el cielo. Fue la primera que tomó en brazos a Jesús cuando este todavía era un niño, ahora es la primera que es tomada de los brazos del Hijo para ser acogida en el cielo. Ella, humilde muchacha de un pueblo perdido de la periferia del Imperio, al acoger el Evangelio se convirtió en la primera ciudadana del cielo, acogida por Dios al lado del trono del Hijo. Realmente, el Señor derriba a los potentados de sus tronos y exalta a los humildes.
Hoy celebramos un gran misterio. Es el misterio de María, pero también es el misterio de todos nosotros, el misterio de la historia, pues por el camino de la asunción que abrió María se encaminan también los pasos de todos aquellos que unen su vida al Hijo, del mismo modo que lo hizo María. Las páginas bíblicas de esta Liturgia nos sumergen en este misterio de salvación. El Apocalipsis abre el cielo de la historia donde se enfrentan el bien y el mal: en un lado está la mujer y el hijo, y en el otro, el dragón rojo coronado. La lectura cristiana ha visto en esta página la figura de María (imagen de la Iglesia) y de Cristo. María y Cristo, íntimamente vinculados, son el signo altísimo del bien y de la salvación. En el otro lado, el dragón, símbolo monstruoso de la violencia, está rojo como la sangre que derrama, embriagado por el poder (las cabezas coronadas). María y Jesús forman la nueva "pareja" que salva el mundo. Al inicio de la historia, Adán y Eva fueron derrotados por el maligno; en la plenitud de los tiempos, el nuevo Adán y la nueva Eva derrotan definitivamente al Enemigo. Sí, con la victoria de Jesús sobre el Mal, también cae derrotada la Muerte interior y física. Y se cruzan en el horizonte de la historia la resurrección del Hijo y la Asunción de la Madre. Escribe el apóstol Pablo: "Porque, habiendo venido por un hombre la muerte, también por un hombre viene la resurrección de los muertos. Pues del mismo modo que por Adán mueren todos, así también todos revivirán en Cristo".
La Asunción de María en el cielo con el cuerpo nos habla de nuestro futuro: también nosotros estaremos con el cuerpo al lado del Señor. Con la fiesta de hoy se podría decir que empieza la victoria plena de la resurrección; empiezan el cielo nuevo y la tierra nueva que anuncia el Apocalipsis. Y la celestial Jerusalén empieza a poblarse y a vivir su vida de paz, de justicia y de amor. El Magnificat de María puede ser nuestro canto, el canto de la humanidad entera que ve cómo el Señor se inclina hacia todos los hombres y mujeres, humildes criaturas, y los asume consigo en el cielo. Hoy, junto a la humilde mujer de Galilea, sentimos de un modo especialmente festivo el Magnificat de todas aquellas mujeres sin nombre, aquellas mujeres a las que nadie recuerda, las pobres mujeres oprimidas por el peso de la vida y del drama de la violencia, que finalmente se sienten abrazadas por manos cariñosas y fuertes que las elevan y las llevan al cielo. Sí, hoy también es la asunción de las pobres mujeres por parte de Dios. Es la asunción de las esclavas, de las mujeres del sur del mundo obligadas a doblegarse hasta el suelo; es la asunción de las niñas obligadas a realizar trabajos inhumanos y víctimas prematuras de la muerte; es la asunción de las mujeres obligadas a sucumbir en el cuerpo y en el espíritu a la violencia ciega de los hombres; es la asunción de las mujeres que a escondidas trabajan sin que nadie se acuerde de ellas. Hoy, el Señor ha derribado a los potentados de sus tronos y ha exaltado a las mujeres humildes y desconocidas, ha despedido a los ricos y fuertes con las manos vacías y ha colmado de bienes a las mujeres hambrientas de pan y de amor, de amistad y de ternura.

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.