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Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo
Domingo 19 de agosto

Homilía

El Evangelio de este vigésimo domingo concluye el discurso de Jesús en la sinagoga de Cafarnaún. El sentido de sus palabras -así como del milagro de la multiplicación de los panes- es cada vez más claro. En voz alta Jesús dice: "Yo soy el pan vivo, bajado del cielo. Si uno come de este pan, vivirá para siempre; y el pan que yo le voy a dar, es mi carne por la vida del mundo". Todos le están escuchando, pero la mayoría tan pendientes del provecho que pueden sacar que no comprenden la novedad evangélica. En su discurso Jesús no deja de hacer referencias al Primer Testamento para facilitar la comprensión de sus palabras. Ha hablado explícitamente del maná, que el libro de la Sabiduría presenta como el "manjar de ángeles" capaz de proporcionar toda delicia y manifestación de la dulzura de Dios con sus hijos (Sb 16,20-21). En la memoria de los oyentes resonaban los numerosos pasajes en los que la comunión con Dios se expresaba con imágenes de banquetes. En el libro de los proverbios se escribe que la Sabiduría preparó un banquete e invitó a todo el mundo: "Venid a compartir mi comida y a beber el vino que he mezclado. Dejaos de simplezas y viviréis, y seguid el camino de la inteligencia" (9,5-6). La comida -representada con el pan y el vino- es el símbolo de la comunión y de la intimidad que la Sabiduría ofrece al pueblo de Israel. Ya se veía claramente que no se trataba solo del pan material. El profeta Amós decía que los hombres no tenían solo "hambre de pan, ni sed de agua, sino de oír la palabra del Señor" (8,11).
Jesús, con el tema del banquete, retomaba las páginas de la Escritura y las cumplía. Él mismo preparaba una comida a la que invitaba a todo el mundo. Pero quien le escuchaba no se escandalizó por eso; se escandalizó cuando empezó a explicar que el pan del banquete era él mismo, su cuerpo (en arameo, como es sabido, en lugar del término "cuerpo" se utilizaba la palabra "carne" que indicaba a toda la persona). Los que le escuchaban se preguntaban entre ellos: "¿Cómo puede este darnos a comer su carne?". Discutían sobre lo que quería decir con aquellas palabras. Y era más que comprensible. Es más, hacían bien, en discutir, porque era (y es) realmente extraordinario lo que Jesús estaba diciendo. Para salir de dudas bastaba con buscar una explicación preguntando al mismo Jesús. Ellos, en cambio, no querían humillarse a pedir explicaciones; estaban seguros de su sabiduría. Los pobres y los mendigos no tienen miedo de pedir ni de ser petulantes: para ellos, pedir es cuestión de vida o muerte. Los que están saciados por sus propias convicciones o están saciados de pan, no se rebajan y no piden; como mucho, murmuran y juzgan. Pero Jesús, que conoce su pensamiento, es aún más explícito y afirma: "En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo le resucitaré el último día. Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí, y yo en él".
Este lenguaje de Jesús es muy concreto, hasta hacerse escandalosamente crudo. "La carne y la sangre" indicaban al hombre entero, la persona, su vida, su historia. Si a la samaritana con la que coincidió en el pozo Jesús le dijo que podía darle "agua viva", ahora propone su misma persona como "pan de vida". Jesús se ofrece a sus oyentes; podríamos decir, en el sentido más realista del término, que se ofrece como comida para todos. Es su vocación ser un hombre comido, consumido, partido, derramado. Realmente Jesús no quiere guardarse nada para él y ofrece toda su vida por los hombres. La eucaristía, este admirable don que el Señor ha dejado a su Iglesia, hace realidad nuestra misteriosa y realísima comunión con él. Pablo, con energía, dice a los cristianos de Corinto: "La copa de bendición que bendecimos, ¿no es acaso comunión con la sangre de Cristo? Y el pan que partimos, ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo?" (1 Co 10,16).
Todo eso nos hace plantear cómo nos acercamos a la Eucaristía. Muchas veces, por desgracia, cedemos a una cansada costumbre que priva a los que se acercan a la Eucaristía de degustar la dulzura de semejante tierno y sublime misterio de amor. Un misterio de amor tan elevado que debe hacernos pensar a todos que somos siempre indignos de recibirlo. De hecho, la santa Liturgia, incluso después de la más perfecta de las confesiones, nos hace repetir las palabras del centurión: "Señor, no soy digno de que entres en mi casa". Sí, nunca somos dignos de acercarnos al Señor. Es una verdad que muchas veces olvidamos. Es el Señor quien viene a nosotros; es él quien se acerca a nosotros hasta convertirse en comida y bebida. La actitud que debemos tener cuando nos acercamos a la Eucaristía debe ser la del mendigo que tiende la mano, del mendigo de amor, del mendigo de curación, del mendigo de consuelo, del mendigo de apoyo. Explica una historia que una mujer fue a un padre del desierto y le confesó que la asaltaban terribles tentaciones y que a menudo la dominaban. El santo monje le pidió cuánto tiempo hacía que no tomaba la comunión. Ella contestó que ya hacía muchos meses que no recibía la santa Eucaristía. El monje le contestó diciéndole más o menos estas palabras: "Intente no comer nada durante el mismo número de meses y luego venga a decirme cómo se siente". La mujer entendió lo que le había dicho el monje y empezó a hacer la comunión regularmente. La Eucaristía es alimento esencial para la vida del creyente, es incluso su misma vida, como Jesús mismo, concluyendo su discurso, afirma: "Lo mismo que el Padre, que vive, me ha enviado y yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá por mí". El Señor parece que solo nos pide contestar a su invitación y degustar la dulzura y la fuerza de este pan que él gratuita y abundantemente continúa dándonos.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.