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Memoria de la Madre del Señor
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Memoria de la Madre del Señor

Recuerdo de san Agustín (354-430), obispo de Hipona (hoy en Argelia) y doctor de la Iglesia. Leer más

Libretto DEL GIORNO
Memoria de la Madre del Señor
Martes 28 de agosto

Recuerdo de san Agustín (354-430), obispo de Hipona (hoy en Argelia) y doctor de la Iglesia.


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Espíritu del Señor está sobre ti,
el que nacerá de ti será santo.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Tercera Juan 1,1-8

El Presbítero al querido Gayo a quien amo según la verdad. Pido, querido, en mis oraciones que vayas bien en todo como va bien tu alma y que goces de salud. Grande fue mi alegría al llegar los hermanos y dar testimonio de tu verdad, puesto que vives según la verdad. No experimento alegría mayor que oír que mis hijos viven según la verdad. Querido, te portas fielmente en tu conducta para con los hermanos, y eso que son forasteros. Ellos han dado testimonio de tu amor en presencia de la Iglesia. Harás bien en proveerles para su viaje de manera digna de Dios. Pues por el Nombre salieron sin recibir nada de los gentiles. Por eso debemos acoger a tales personas, para ser colaboradores en la obra de la Verdad.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

He aquí Señor, a tus siervos:
hágase en nosotros según tu Palabra.

Aleluya, aleluya, aleluya.

El "presbítero" abre la epístola saludando a Gayo, al que ama "según la verdad", repitiendo así la fórmula típicamente juánica utilizada ya en la segunda epístola. Y le augura un buen resultado "en todo" y que su "salud física sean tan buena como la espiritual" (v. 2). El recto comportamiento no consiste en nada más que continuar viviendo "en la verdad" (v. 3). Vuelve el tema de la "verdad", entendida no como un complejo abstracto de afirmaciones que hay que creer sino como el misterio mismo de Dios que se ha manifestado en la historia, es decir, Jesucristo muerto y resucitado que continúa viviendo en su Iglesia. Permanecer en este misterio constituye el motivo de la alegría del "presbítero": "No siento alegría mayor que oír que mis hijos caminan en la verdad" (v. 4). Es la alegría del pastor que ve a su comunidad caminar por los caminos del Evangelio. Esta alegría podríamos compararla a la que tuvo Jesús cuando recibió a los discípulos que volvían de su primera misión. Este mismo júbilo está asociado al recibimiento que las comunidades cristianas dispensaban a los primeros misioneros del Evangelio. Estamos al inicio de la predicación evangélica y es significativo que el autor de la epístola subraye dicho recibimiento a los misioneros. De ese modo se manifestaba claramente la fraternidad cristiana que supera las distinciones entre forasteros y conocidos, como se ve claramente en las palabras mismas de Jesús. El Evangelio convierte en hermanos incluso a los que están lejos y son extranjeros. Y esta nueva condición compromete a los cristianos a recibir y acoger como hermanos a aquellos que, dejando su casa, se ponen en camino para comunicar el Evangelio, allí donde les envíe el Señor. El atento recibimiento a los discípulos no es simplemente una buena obra: significa participar en la misión misma de la Iglesia, como se ve en la epístola: "Por eso debemos acoger a tales personas, para hacernos colaboradores en la obra de la Verdad" (v. 8). Acoger nos hace partícipes del designio mismo de Dios que envió a su Hijo para salvar al mundo. La ayuda proporcionada de algún modo a los que comunican el Evangelio nos hace cooperadores del mismo ministerio. Así se manifiesta también la universalidad de la Iglesia, que acoge a los extranjeros como hermanos.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.