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Liturgia del domingo
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XXIII del tiempo ordinario
Recuerdo del padre Alexander Men, sacerdote ortodoxo de Moscú, asesinado brutalmente en 1990.
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Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo
Domingo 9 de septiembre

Homilía

Desde el día de nuestro bautismo, cuando el sacerdote hizo sobre nosotros exactamente lo mismo que hizo Jesús con el sordo, hemos asistido al episodio de la curación del sordo. Mientras nos tocaba las orejas y la boca a nosotros, que comprendíamos y hablábamos poco, el sacerdote dijo: "Que el Señor te conceda escuchar pronto su Palabra y profesar tu fe". Desde el inicio de nuestra vida -cuando todavía no podemos comprender las palabras- se nos dice que escuchar la Palabra es nuestra salvación. Sin duda, el episodio evangélico que narra Marcos asume un valor simbólico para el año entero que tenemos ante nosotros, y también para toda la vida. Jesús está en la región pagana de Tiro (la Decápolis). Realizar en aquella tierra el milagro significa llevar el Evangelio más allá de las fronteras de Israel: la Palabra de Dios puede llegar a todo hombre y toda mujer, vivan donde vivan y sean de la cultura que sean, y puede tocarles con Su misericordia.
Marcos habla de un sordo que, además, habla con dificultad (la curación, de hecho, consistirá en hablar correctamente) y que es llevado ante Jesús para que lo cure. Jesús lo aparta de la gente, como si quisiera subrayar que es necesaria una relación personal, directa, íntima, entre él y el enfermo. Los milagros, de hecho, se producen en el ámbito de una amistad profunda y confiada en Dios. Jesús aparta a aquel hombre de la gente y, siguiendo una antigua costumbre, le mete los dedos en sus oídos y luego con la saliva le toca la lengua. Mientras Jesús sostiene las manos de aquel enfermo se desencadena una especie de corriente de amor. Es lo que pasa siempre cuando sostenemos las manos a los enfermos, cuando sostenemos los brazos de los débiles, cuando, con amor y cariño, estamos cerca de quien está solo y necesita ayuda. El milagro empieza así, sobre todo en un mundo como el nuestro acostumbrado a correr distraído, a poner distancias, a establecer barreras, a evitar todo contacto.
Jesús, amigo de los hombres, sobre todo de los débiles, mira con cariño y misericordia a aquel hombre. Tal vez también el apóstol Santiago pensaba en este episodio cuando en su epístola exhortaba a los cristianos a tener una atención prioritaria por los pobres y los débiles. Es cierto que Dios no hace preferencias entre personas. Pero es igualmente cierto que su corazón está como decantado hacia los pobres y los débiles. Estos últimos son los primeros en el Evangelio. Así debe actuar todo creyente y toda comunidad cristiana. Jesús acogió a aquel sordo. Y está con él, a solas. Tal vez le habla; luego levanta los ojos al cielo, hacia el Padre, como si quisiera presentarle a aquel pobre sordo, y emite un fuerte gemido. Es la oración de Jesús. En ella une la intercesión a Dios que lo puede todo y la profunda conmoción por aquel hombre enfermo, necesitado de salvación. Hizo lo mismo antes de la multiplicación de los panes, cuando se conmovió por la gente cansada y abatida y "levantó los ojos al cielo" (Mc 6,41).
Jesús siente una fuerza que viene de su interior y dice al sordo: "Effatá", es decir, "Ábrete". Es una sola palabra, pero brota de un corazón lleno del amor de Dios. "Al instante -indica el evangelista- se soltó la atadura de su lengua y hablaba correctamente". Vienen a la memoria las palabras del centurión: "Señor, basta que lo digas de palabra y mi criado quedará sano" (Mt 8,8). Y recuerda la fuerte exhortación de Isaías al pueblo de Israel esclavo en Babilonia: "Decid a los de corazón intranquilo: ¡Ánimo, no temáis! Mirad que vuestro Dios vendrá y os salvará. Entonces se despegarán los ojos de los ciegos, y las orejas de los sordos se abrirán". Aquel día, en aquel rincón perdido del actual Líbano del sur, "Dios había venido a salvar" a aquel hombre de su enfermedad. Sin embargo, la fuerza de Dios no se manifestaba con clamor y estrépito. Solo hubo "una" palabra. Sí, porque basta una de las palabras evangélicas para cambiar al hombre, para transformar la vida; lo que cuenta es que brote de un corazón apasionado como el de Jesús y que sea acogida por un corazón necesitado como el del sordo. Jesús, podríamos decir, no se dirige a la oreja y a la boca sino al hombre entero, a la persona entera. Al sordo -y no solo a su oreja- le dice: "Ábrete". Y "abriéndose" a Dios y al mundo entero todo el hombre queda curado.
El milagro, no obstante, tiene como dos etapas. En primer lugar Jesús toca las orejas: es necesario que el hombre se "abra" a la escucha de la Palabra de Dios; luego -y esta es la segunda etapa- toca la lengua: aquel hombre, después de haber escuchado, puede hablar correctamente. Sí, hay un vínculo directo entre escuchar la palabra y comunicar. Aquel que no escucha, queda mudo, también en la fe. A menudo, comentando las Escrituras, se dice que escuchar la Palabra de Dios es decisivo para el creyente. Este milagro nos hace reflexionar sobre el vínculo entre nuestras palabras y la Palabra de Dios. A menudo no prestamos suficiente atención al peso que tienen nuestras palabras, al valor que tiene nuestro mismo lenguaje. No obstante, a través de nuestro lenguaje nos expresamos a nosotros mismos mucho más de lo que creemos. Y con frecuencia malgastamos nuestras palabras o, aún peor, las utilizamos mal. El apóstol Santiago, en el capítulo tres de su epístola nos recuerda: con la lengua "bendecimos al Señor y Padre, y con ella maldecimos a los hombres, hechos a imagen de Dios. De una misma boca proceden la bendición y la maldición. Esto, hermanos míos, no debe ser así" (3,9-10).
El milagro que se nos ha anunciado consiste más en permitir hablar correctamente que en devolver la capacidad de hablar. Podríamos decir que nos encontramos ante el milagro de hablar bien, es decir, ante la curación de un modo de hablar dañino y que divide, tal como estigmatiza Santiago. ¿Y quién entre nosotros no debe pedir al Señor que lo libre de un modo de hablar demasiado incorrecto, e incluso a veces violento y dañino, mentiroso y malvado? A menudo, demasiado a menudo, olvidamos la fuerza constructora o destructora de nuestra lengua. Por eso es necesario ante todo escuchar la "Palabra" de Dios para que purifique y fecunde nuestras "palabras", nuestro lenguaje, nuestro mismo modo de expresarnos. Para los cristianos se trata de una responsabilidad grandísima, porque solo podemos llevar a cabo la comunicación del Evangelio a través de nuestras "palabras". Son pobres, pero increíblemente eficaces; pueden mover montañas si reflejan la Palabra. Jesús dice: "de toda palabra ociosa que hablen los hombres darán cuenta en el día del Juicio. Porque por tus palabras serás declarado justo y por tus palabras serás condenado" (Mt 12,36-37).

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.