ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de la Iglesia
Palabra de dios todos los dias

Memoria de la Iglesia

Recuerdo de san Juan Crisóstomo ("boca de oro"), obispo y doctor de la Iglesia (349-407). La liturgia más habitual de la Iglesia bizantina lleva su nombre. Leer más

Libretto DEL GIORNO
Memoria de la Iglesia
Jueves 13 de septiembre

Recuerdo de san Juan Crisóstomo ("boca de oro"), obispo y doctor de la Iglesia (349-407). La liturgia más habitual de la Iglesia bizantina lleva su nombre.


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Yo soy el buen pastor,
mis ovejas escuchan mi voz
y devendrán
un solo rebaño y un solo redil.

Aleluya, aleluya, aleluya.

1Crónicas 9,1-3.17-34

Todos los israelitas estaban registrados en las genealogías e inscritos en el libro de los reyes de Israel y de Judá, cuando fueron deportados a Babilonia por sus infidelidades. Los primeros que volvieron a habitar en sus propiedades y ciudades fueron israelitas, sacerdotes, levitas y donados. En Jerusalén habitaron hijos de Judá, hijos de Benjamín, hijos de Efraím y de Mamassés. Los porteros: Sallum, Aqcub, Talmón, Ajimán y sus hermanos. Sallum era el jefe; y están hasta el presente junto a la puerta del rey, al oriente. Estos son los porteros del campamento de los hijos de Leví: Sallum, hijo de Qoré, hijo de Ebyasaf, hijo de Coré, y sus hermanos los coreítas, de la misma casa paterna, tenían el servicio del culto como guardianes de los umbrales de la Tienda, pues sus padres habían tenido a su cargo la guardia de acceso al campamento de Yahveh. Antiguamente había sido su jefe Pinjás, hijo de Eleazar, con el que estaba Yahveh. Zacarías, hijo de Meselemías, era portero de la entrada de la Tienda del Encuentro. El total de los elegidos para porteros era de 212, y estaban inscritos en sus poblados. David y Samuel el vidente les habían establecido en sus cargos permanentemente. Tanto ellos como sus hijos tenían a su cargo las puertas de la Casa de Yahveh, la casa de la Tienda. Había porteros a los cuatro vientos: al oriente, al occidente, al norte y al mediodía. Sus hermanos, que habitaban en sus poblados, tenían que venir periódicamente a estar con ellos durante siete días, porque los cuatro jefes de los porteros eran permanentes; algunos levitas estaban al cuidado de las cámaras y de los tesoros de la Casa de Dios. Pasaban la noche alrededor de la Casa de Dios, pues les incumbía su vigilancia y habían de abrirla todas las mañanas. Unos tenían el cuidado de los utensilios del culto, y los contaban al meterlos y al sacarlos. Otros estaban encargados de los utensilios y de todos los instrumentos del Santuario, de la flor de harina, el vino, el aceite, el incienso y los aromas. Los que hacían la mezcla para los aromas eran sacerdotes. Mattitías, uno de los levitas, primogénito de Sallum el coreíta, estaba al cuidado constante de las cosas que se freían en sartén. Entre los quehatitas, sus hermanos, algunos estaban encargados de poner en filas los panes cada sábado. Había también cantores, cabezas de familia de los levitas y moraban en las habitaciones de la Casa, exentos de servicio, pues se ocupaban de día y de noche en su ministerio. Estos son, según sus genealogías, los cabezas de familia de los levitas, jefes de sus linajes que habitaban en Jerusalén.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Les doy un mandamiento nuevo:
que se amen los unos a los otros.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Estamos en el último capítulo de la sección llamada de las genealogías. El objetivo de este capítulo es presentar la situación étnica de Jerusalén, la ciudad elegida por Dios como centro del verdadero culto divino. En la lista se indican los descendientes de Judá y de Benjamín, es decir, los sacerdotes, los levitas y los porteros. El autor, cuando enumera los que se dedicaban al culto, se detiene en estos últimos, a los que ya encontramos en Esdras y Nehemías, junto a los donados y los siervos de Salomón. Aunque son una institución reciente, el autor repasa sus orígenes hasta el tiempo del éxodo. Durante los años del desierto, los judíos tenían como santuario la "Tienda del Encuentro". Allí el Señor se manifestaba haciendo descender una nube, que bloqueaba la entrada de la tienda, y conversaba con Moisés, cara a cara (Ex 33,9). El autor recuerda al sacerdote Pinjás (v. 20), al que el Cronista recuerda con una expresión de augurio que se hará frecuente en el judaísmo y en el islam, cuando tras hablar de un difunto se dice: "Que el Señor esté con él". Pues bien, este sacerdote que tan estricto era con los preceptos llegó a asesinar a un israelita que había llevado al campamento a un madianita (Nm 25). No es más que el reflejo de un sentimiento vivo -aunque violento y hoy poco comprensible- de la atención que los porteros deben tener para que la "Tienda del Encuentro" esté protegida y no esté expuesta al riesgo de la profanación. En definitiva, el autor indica la delicadeza de la tarea de los porteros: defender no solo el ingreso del templo, sino también la linde de frontera que impide que Israel se mezcle con los extranjeros. Por eso debían vigilar los ambientes del templo, preparar los utensilios del culto y la vajilla, lo que había que freír en sartén y los doce panes que debían colocarse en filas ante el Señor. Dicha organización del personal del templo es el resultado de un largo proceso de transformaciones que se debe a la centralización del culto en Jerusalén. La ciudad y su templo se convierten en el lugar elegido por Dios para fijar su nombre, como se repite en varias ocasiones en el Deuteronomio. La tribu de Leví, al cargo del servicio en el templo, no tiene un territorio, y vive diseminada por las distintas tribus. Su sustento proviene de las ofrendas que llevan los fieles al templo (partes de las víctimas, primicias y diezmos) y también de un impuesto personal. Las Crónicas quieren vincular a David con la organización de todo el culto del templo y, a través de él, al mismo Señor. Los porteros recuerdan a todos los redimidos que participen en la vida del templo, es decir, en la comunidad de creyentes, que es el verdadero templo de Dios. Este lugar, santificado por la presencia misma de Dios, requiere que cada creyente sea un "portero" que ayuda a la vida de la comunidad y que la defienda de cualquier intento de asediarla. Es un llamamiento a la responsabilidad de todos. Custodiar y estar atentos al "templo de Dios" -y a ese respecto el apóstol Pablo escribe a los corintios: "¿No sabéis que sois templo de Dios?" (1 Co 3,16)- no es cosa solo de algunos, sino que es responsabilidad de todos. La atención por el "templo" coincide con la atención por la comunidad de creyentes. En ella Dios se hace presente en el mundo de manera visible.

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.