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Domingo 16 de septiembre

Homilía

"¿Quién es este Jesús de Nazaret?". No hay duda de que se trata de una pregunta fundamental; lo era en tiempos de Jesús y sigue siéndolo en nuestros días. Aunque ello, por desgracia, no significa que esa pregunta encabece nuestros pensamientos. Aun así, ocupa uno de los lugares primordiales en la reflexión de aquellos que afrontan la vida con seriedad. En el Evangelio de Marcos esta pregunta es tan determinante que tiene incluso el centro "físico" de la narración. Hemos llegado al octavo de los dieciséis capítulos de los que se compone el Evangelio de Marcos. En efecto, el evangelista nos lleva a un punto crucial. La escena se desarrolla en Galilea, mientras Jesús recorre los pueblos alrededor de Cesarea de Filipo, una pequeña ciudad situada bastante lejos de Jerusalén, en una región casi totalmente pagana. El evangelista quiere sugerir que allí empieza claramente el camino de Jesús hacia la ciudad santa. Desde aquel momento Jesús discurre "abiertamente" y sin que nada lo entretenga (v. 32) con los discípulos. Por el camino los interroga sobre la opinión que la gente se ha hecho de él. Como se puede ver, Jesús mismo pone, en el centro de la narración, la "pregunta fundamental" de todo el Evangelio: el problema de su identidad. Parece quedar ya excluida la hipótesis de que sea un demonio disfrazado o, como habían dicho sus mismos parientes, un loco. Al contrario, se ha consolidado la convicción de que es un enviado de Dios.
Sustancialmente, se podría decir que la valoración sobre él es positiva y, en parte, acierta. Algunos llegan a identificarlo con Elías resucitado, cuyo retorno se espera mientras se prepara la llegada del Mesías; otros, más genéricamente, piensan que es un profeta de tantos, o, tal vez, el más grande de los profetas de los últimos tiempos; algunos, como Herodes, piensan que es Juan Bautista resucitado. Todos coinciden en admitir que en Jesús está el dedo de Dios, pero el juicio no está claro a pesar de toda la admiración que sienten por él como gran benefactor y taumaturgo. Por eso Jesús deja a un lado las opiniones de la gente y hace él mismo directamente la pregunta a sus discípulos: "Y vosotros ¿quién decís que soy yo?". Pedro contesta abiertamente e inequívocamente: "Tú eres el Cristo" ("Cristo" es la traducción griega del hebreo "Mesías", que literalmente significa "el consagrado"). Esta parece ser la respuesta que Jesús espera finalmente. Los discípulos, hasta el momento obtusos (4,17-21), alcanzan finalmente la fe.
No obstante, la definición de Pedro, en cierto modo, es incompleta; se debe explicitar, porque contiene una profunda ambigüedad. Tanto es así que Jesús se ve obligado a "desautorizar" de inmediato al discípulo. Son dos escenas increíblemente cercanas y opuestas: por una parte la "confesión" de Pedro e, inmediatamente después, la "desautorización" que hace Jesús al discípulo. Jesús, ante las palabras que lo reconocen como Mesías, empieza a hablar de su pasión (hablará de ella dos veces más en el futuro). Dice que el Hijo del hombre deberá sufrir mucho, deberá ser reprendido por los ancianos del pueblo, por los sumos sacerdotes y por los escribas; y luego será asesinado y resucitará el tercer día. Pedro, al oír estas palabras, toma a Jesús a parte consigo y empieza a reprenderle. Había reconocido la incomparable grandeza de Jesús hasta el punto de utilizar el título más grande que podía imaginar, pero no podía aceptar el "final" que les había predicho Jesús. Y ahí chocan dos concepciones del Mesías: la de Pedro, vinculada a la fuerza, al poder que se impone, a la instauración de un reino político; y la otra, la de Jesús, marcada por el descendimiento hasta la muerte que, no obstante, terminará en la resurrección.
Aquel discípulo que en nombre de los demás reconoce a Jesús como Mesías ahora se convierte en adversario; Jesús no puede hacer otra cosa que estigmatizarlo ante todos. Con una crudeza impresionante le dice: "¡Quítate de mi vista, Satanás!". Son palabras similares a las que encontramos en el Evangelio de Mateo al final de las tentaciones en el desierto (algunos estudiosos suponen que Mateo las tomó de este texto de Marcos). En ambos casos, incitan a Jesús a dar una connotación política a su mesianidad, para que se haga con un poder y un dominio de carácter terrenal. Sin duda es difícil abandonarse a la idea de un Mesías que elige el camino de la cruz y del descendimiento; aún así, ese es el camino de Dios. Jesús llama a la muchedumbre que le sigue y dice que si alguien quiere ser su discípulo, debe negarse a sí mismo, tomar su cruz y seguirlo. Y añade: aquel que, de ese modo, pierda su vida, en realidad, la salvará. Todo eso se verá claro el día de la resurrección de Jesús. Pero ya desde ahora, también para nosotros, el camino del servicio al Evangelio y al Señor es el modo de vivir con plenitud según Dios. Y nadie jamás podrá invertir el recorrido que hizo Jesús.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.