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Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo
Domingo 23 de septiembre

Homilía

Jesús y sus discípulos "iban caminando por Galilea". Estas palabras del Evangelio de Marcos nos introducen en el viaje que Jesús acaba de empezar y que lo lleva desde Galilea hacia Jerusalén; un viaje que en varias ocasiones el evangelista recordará en los capítulos siguientes. No se trata lógicamente de un itinerario solo espacial. El viaje que el Señor lleva a cabo junto a los discípulos es el símbolo del camino de la vida, del itinerario del crecimiento espiritual, y también del camino que en cada año litúrgico estamos llamados a recorrer con el Señor, domingo tras domingo. La escena que se nos presenta en el Evangelio es sencilla: Jesús toma consigo a los discípulos y va delante de ellos -así hace el pastor que guía a su rebaño- mientras se dirige hacia Jerusalén. Podríamos ver en esta hermosa imagen evangélica la reunión de los cristianos cada domingo alrededor de su Maestro y Pastor. A lo largo del camino, como solía hacer, Jesús habla con los discípulos. Pero esta vez no se presenta ante todo como maestro, sino más bien como el amigo que abre su corazón a sus amigos más íntimos. Jesús, que no es un héroe frío y solitario que puede prescindir de todo el mundo, siente la necesidad de confiar a los discípulos los pensamientos más secretos que tiene en aquel momento en su corazón. Y les dice: "El Hijo del hombre será entregado en manos de los hombres; le matarán". Es la segunda vez que les habla de ello. Cuando lo dijo la primera vez, Pedro, que había intentado disuadir a Jesús de que siguiera su camino, fue ásperamente reprochado. Jesús siente la necesidad de confiar de nuevo su futuro. Evidentemente se siente oprimido por una gran angustia. Es la misma que sentirá en el huerto de Getsemaní y que le hará sudar sangre. No obstante, una vez más, a pesar de la familiaridad que se había creado, ninguno de los discípulos comprende el corazón y los pensamientos de Jesús. No era difícil recordar algunos de los pasajes de las Escrituras en los que la vida del justo se describe llena de tribulaciones.
El libro de la sabiduría narra, precisamente, una conjura que hombres impíos y poderosos traman, con desenvoltura y seguridad, contra el justo: "Pongamos trampas al justo, que nos fastidia y se opone a nuestras acciones; nos echa en cara nuestros delitos y reprende nuestros pecados de juventud... Lo condenaremos a una muerte humillante, pues, según dice, Dios lo protegerá" (2,17-20). Tal vez los discípulos recordarán estas palabras solo al terminar el viaje, en Jerusalén, cuando se cumplirán casi al pie de la letra en la cruz. Ahora, nadie las entiende, aunque las palabras son dramáticamente claras. Pero ¿por qué los discípulos no comprenden? La respuesta es sencilla: porque su corazón y su mente están lejos del corazón y de la mente del Maestro; sus ansias son distintas de las de Jesús. ¿Cómo pueden entender si están tan distantes? Jesús se siente angustiado por su muerte, mientras que ellos están preocupados por el lugar, por quién de ellos es el primero.
La continuación de la narración evangélica es realmente desarmante. El evangelista hace suponer que Jesús, durante el camino, se adelante al grupo de los discípulos, que se quedan atrás y, sin reparar en las dramáticas palabras del Maestro, se ponen a discutir quién de ellos debía ocupar el primer lugar. Al llegar a casa, a Cafarnaún, Jesús les pregunta de qué discutían por el camino. Pero "ellos callaron", dice el evangelista. Finalmente sienten al menos algo de vergüenza por el tema de su discusión. Tenían motivo. La vergüenza es el primer paso de la conversión; esta nace, en efecto, del hecho de reconocerse distante de Jesús y del Evangelio. El pecado es la distancia de Jesús, antes que una mala acción concreta. Y si no sentimos vergüenza por dicha distancia, debemos preocuparnos. Cuando no sentimos vergüenza de nuestro pecado, cuando se atenúa la conciencia del mal que hacemos, cuando no damos entidad a nuestro pecado, nos excluimos del perdón. El verdadero drama de nuestra vida se produce cuando no hay nadie que nos pregunta, nadie que nos interpela, como hizo Jesús con los discípulos: "¿De qué discutíais?". Sin esta palabra, quedaríamos prisioneros de nosotros mismos y de nuestras míseras seguridades.
El domingo es el día del perdón, porque podemos acercarnos más al Señor que nos habla, que nos interpela, que nos permite tomar conciencia de nuestra pobreza y de nuestro pecado. Escribe el evangelista: "Entonces se sentó, llamó a los Doce" y se puso a explicarles una vez más el Evangelio y a corregir la necedad de su corazón y de su comportamiento. Es una escena emblemática para la comunidad cristiana; podríamos decir que es como su icono. Cada uno de nosotros, cada comunidad cristiana debe reunirse, y con frecuencia, alrededor del Evangelio para escuchar las enseñanzas del Señor, para alimentarse del pan bajado del cielo, para corregir el comportamiento, para llenar el corazón y la mente de los sentimientos y de los pensamientos del Señor. Jesús, mirando con esperanza a aquel pequeño grupo de discípulos, empezó a hablar desbaratando completamente sus concepciones: "Si uno quiere ser el primero, sea el último de todos y el servidor de todos". Contestará del mismo modo a Santiago y a Juan: "El que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros, será esclavo de todos" (Mc 10,43-44).
Jesús parece no contestar la búsqueda de una primacía por parte de los discípulos. Sin embargo invierte la concepción que tienen: el primero es el que sirve, no el que manda. Y para que comprendan bien lo que quiere decir, toma a un niño, lo abraza y lo pone en medio del grupo de discípulos; es un centro no solo físico, sino de atención, de preocupación, de corazón. Aquel niño -quiere decir el Señor a los discípulos- debe estar en el centro de las preocupaciones de las comunidades cristianas. Y explica por qué: "El que reciba a un niño como este, a mí me recibe". La afirmación es sorprendente: en los pequeños, en los indefensos, en los débiles, en los pobres, en los enfermos, en aquellos que la sociedad rechaza y aleja, en ellos está presente Jesús; es más, está presente el propio Padre.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.