ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de la Iglesia
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Memoria de la Iglesia
Jueves 27 de septiembre


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Yo soy el buen pastor,
mis ovejas escuchan mi voz
y devendrán
un solo rebaño y un solo redil.

Aleluya, aleluya, aleluya.

1Crónicas 17,16-27

Entró entonces el rey David, se sentó delante de Yahveh y dijo: "¿Quien soy yo, oh Yahveh Dios, y qué mi casa, que me has traído hasta aquí? Y aun esto es poco a tus ojos, oh Dios, que hablas también a la casa de tu siervo para el futuro lejano y me miras como si fuera un hombre distinguido, oh Yahveh Dios. ¿Qué más podrá añadirte David por la gloria que concedes a tu siervo? Oh Yahveh, por amor de tu siervo, y según tu corazón, has hecho todas estas cosas tan grandes, para manifestar todas estas grandezas. Oh Yahveh, nadie como tú, ni hay Dios fuera de ti, según todo lo que hemos oído con nuestros oídos. Y ¿qué otro pueblo hay sobre la tierra como tu pueblo Israel, a quien un dios haya ido a rescatar para hacerle su pueblo, dándole renombre por medio de obras grandes y terribles, arrojando naciones de delante de tu pueblo al que rescataste de Egipto? Tú has constituido a Israel tu pueblo como pueblo tuyo para siempre; y tú, Yahveh, te has hecho su Dios. Ahora, pues, oh Yahveh, mantén firme eternamente la palabra que has dirigido a tu siervo y a su casa; y haz según tu palabra. Sí, sea firme; y sea tu nombre por siempre engrandecido, y que diga: "Yahveh Sebaot, el Dios de Israel, es el Dios para Israel." Y que la casa de tu siervo David subsista en tu presencia. Ya que tú, oh Dios mío, has revelado a tu siervo que vas a edificarle una casa, por eso tu siervo ha encontrado valor para orar en tu presencia. Ahora, pues, Yahveh, tú eres Dios, y tú has prometido esta dicha a tu siervo. Y ahora te has dignado bendecir la casa de tu siervo, para que permanezca por siempre en tu presencia, porque lo que tú bendices, Yahveh, queda bendito por siempre."

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Les doy un mandamiento nuevo:
que se amen los unos a los otros.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Al finalizar esta espléndida oración, los cristianos debemos preguntarnos: si David dirige estas emocionantes palabras de fe al Señor por la promesa de tener en el futuro una casa, ¿qué deberíamos decir nosotros que ya tenemos la casa? Por desgracia, constatamos la facilidad con la que nos dejamos atrapar por la indiferencia hacia la "casa" que nos ha dado el Señor, es decir, la Iglesia, la comunidad, que se ha convertido en nuestra familia. David, al oír la palabra del profeta, va inmediatamente frente al arca y da gracias al Señor. Las primeras palabras demuestran la conciencia que tenía de su pequeñez: "¿Quién soy yo, oh Señor Dios, y qué mi casa, que me has traído hasta aquí?" (v. 16). ¿No debería ser también esa nuestra conciencia? ¿Y no deberíamos también nosotros pronunciar estas palabras cuando somos acogidos en la santa Liturgia y admitidos ante la presencia del Señor? Por desgracia, tenemos una tan alta consideración de nosotros que nos bloquea y olvidamos nuestra pobreza y, por consiguiente, olvidamos que necesitamos ser salvados, y entonces olvidamos rezar e invocar misericordia. De todos modos, el Señor del cielo y de la tierra sigue inclinándose sobre nosotros. Lo mismo que hizo con su pueblo, Israel, continúa haciéndolo con los discípulos de su Hijo. Y también nosotros, como hizo David entonces, deberíamos continuar profesando nuestra fe en el Señor. Podemos hacer nuestras sus palabras: "Señor, nadie como tú, ni hay Dios fuera de ti, según todo lo que hemos oído con nuestros oídos" (v. 20). Efectivamente, el corazón de la oración es confiar a Dios nuestra vida, es ponerse en sus manos, sabiendo que nos protegerán del mal y nos llevarán por los caminos de su paz. David admite que todo pasa "según todo lo que hemos oído con nuestros oídos". Podríamos decir que las Escrituras continúan recordándonos la misericordia de Dios que no deja de extenderse por las generaciones de aquellos que confían en Él. David lo recuerda: tú arrojaste "naciones de delante de tu pueblo al que rescataste de Egipto. Tú has constituido a Israel tu pueblo como pueblo tuyo para siempre; y tú, Señor, eres su Dios" (vv. 21-22). Ser conciente de ello le permite ser audaz en el coloquio con el Señor, audaz como lo fueron Abrahán, Isaac, Jacob, todos amigos de Dios: "Y ahora, Señor, mantén firme eternamente la palabra que has dirigido a tu siervo y a su casa; y haz según lo que has dicho" (v. 23). La audacia de David al pedir a Dios que sea fiel a la palabra dada encontrará respuesta plena cuando el Padre que está en los cielos dé a los hombres su Palabra más alta: su Hijo. Jesús es la Palabra definitiva que Dios ha dado a los hombres. Nos lo recuerda el inicio de la Epístola a los Hebreos: "Muchas veces y de muchas maneras habló Dios en el pasado a nuestros Padres por medio de los Profetas. En estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo" (1,1-2). Al finalizar la oración David pide al Señor la bendición; y sabe que también esta es eterna, para siempre, porque el amor de Dios no miente. David, en esta página, está delante de nosotros y nos enseña cómo acercarnos al Señor y con qué palabras y sobre todo con qué corazón hacerlo.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.