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Domingo 7 de octubre

Homilía

"No es bueno que el hombre esté solo". Estas palabras que Dios pronuncia al inicio de la historia humana están inscritas en el corazón de la vida de todo hombre y de toda mujer, y marcan su vocación más profunda: cada persona está llamada a la comunión, a la solidaridad y al apoyo mutuo. Se podría decir que esta es la "vocación" misma de Dios. Él, en efecto, no es una soledad alta y lejana sino, precisamente, una comunión de tres Personas. Esa vocación, sembrada en el corazón de las criaturas, da sustancia indeleblemente a cada hombre y a cada mujer, a toda la creación. En este sentido profundo se enciende que el hombre está hecho a imagen y semejanza de Dios, tal como escribe el libro del Génesis (1,26-27). Se podría decir que puesto que Dios no vive solo, tampoco el hombre y la mujer no pueden vivir solos. Obviamente, se trata de una dimensión amplia que incluye a muchísimas formas de comunión, que culminarán en aquella comunión que veremos (y sobre todo viviremos) con plenitud al final de los tiempos cuando "Dios sea todo en todos" (1 Co 15,28). Es la realización de la unidad de la familia humana alrededor del único Señor y Padre.
El Evangelio de este domingo veintisiete nos lleva a reflexionar sobre la particular y fundamental forma de comunión que nace del matrimonio. La ocasión se presenta con la pregunta que algunos fariseos hacen a Jesús sobre el divorcio: "¿Puede el marido repudiar a la mujer?". El joven profeta de Nazaret no contesta directamente a la pregunta que le habían hecho y remite a las disposiciones que dio Moisés, según las que se permitía al hombre divorciarse de la mujer "si descubre en ella algo vergonzoso" (Dt 24,1). A lo largo de los siglos se habían encendido varias polémicas sobre qué se debía considerar "vergonzoso": algunos consideraban vergonzoso el adulterio y otros creían que era reprobable cualquier otra cosa que no gustara al marido (en la escuela de Hilel, por ejemplo, bastaba que la mujer hubiera dejado quemar la comida para que el marido pudiera proclamar el repudio). Moisés, de todos modos, al prescribir que el marido debía presentar un documento de divorcio, quería proteger de algún modo a la mujer, pues con dicho documento ella podría conservar su honor y también la libertad de volverse a casar.
Jesús replica colocándose en un plano distinto. Empieza su respuesta remontándose a los orígenes de la creación, es decir a las raíces de la vida del hombre y de la mujer. Y repropone explícitamente la primera página del Génesis (1,27 y 2,24) de la que deduce que Dios unió a la creación de las criaturas humanas el mandamiento, para los cónyuges, de formar una unidad indisoluble. El hombre y la mujer dejan sus respectivas familias (esos vínculos, en la concepción antigua, tenían un peso mucho mayor del que tienen hoy) para pertenecer el uno al otro de manera inseparable, "en las alegrías y en el dolor, en la salud y en la enfermedad", tal como reza la fórmula del sacramento del matrimonio. Los dos cónyuges -dice Jesús- forman "una sola carne". En el texto se pone el acento en las dos palabras "una sola" antes que en el término "carne" (en hebreo el término "carne" significa la persona en su totalidad). Una vez más, se subraya la vocación del hombre y de la mujer a la comunión recíproca. El sentimiento de alegría de Adán al ver a Eva manifiesta esta vocación al amor, y no al dominio del hombre sobre la mujer o viceversa. El hombre y la mujer fueron creados para amarse. Este anuncio nace de la misma creación.
El matrimonio, pues, no es una institución creada por el hombre, sino que está inscrito en la creación misma y es una manifestación tan alta de amor que se presenta como imagen del mismo amor de Dios con su pueblo. Esta imagen, al ser considerada un ideal de vida en el que inspirarse, requiere sin duda alguna una gracia especial del Señor. De ahí, se podría decir, nace el sacramento del matrimonio. "Estar juntos para toda la vida" es, pues, un deber elevado que hay que custodiar, cultivar y por el que hay que rezar. Obviamente, como en toda relación, no faltan las dificultades y los problemas, pero la gracia del Señor viene a la ayuda de nuestra debilidad. La indisolubilidad de la unión conyugal, en realidad, parece ser cada vez más extraña a la cultura y a la praxis dominante de nuestros días. Se prefiere y se practica la búsqueda del placer inmediato y a bajo coste (en definitiva, también ahí se afirma la praxis egocéntrica del "usar y tirar"). Pero actuar así -y Jesús lo recuerda- aleja del diseño del Señor sobre la vida de los hombres y de la misma creación. La comunión está inscrita en los motivos profundos de la historia humana. Y la ruptura del vínculo matrimonial es siempre una herida a la creación. Los efectos negativos, como pasa siempre, recaen sobre los más débiles, sobre los más indefensos, sobre los niños, sobre los ancianos, sobre los enfermos. Hay situaciones extremamente complejas que hay que mirar con comprensión y misericordia. No obstante, hay que salvaguardar la riqueza de una decisión que une de por vida y que hace de dos personas "una sola carne".
En el matrimonio cristiano -y hay que destacar la peculiaridad del sacramento- se manifiesta la admirable unión entre Cristo y la Iglesia. Hay que partir de ese misterio para comprender la riqueza del matrimonio cristiano y su dimensión histórica para los cónyuges, para su familia y para toda la comunidad cristiana. Del mismo modo que la Iglesia está unida a Cristo hasta convertirse con Él en "una sola carne" y un solo cuerpo, también los cónyuges cristianos deben comprender el misterio de su matrimonio. La Iglesia, entendida como familia de Dios, se convierte así en imagen misma de la familia que nace del sacramento del matrimonio. La misma Iglesia es concebida como una madre que genera, que custodia y que acompaña a las muchas pequeñas "iglesias domésticas" que se van edificando. La comunidad cristiana tiene el deber materno de sostener, con la oración y con los modos concretos que su compasión sabe encontrar, el amor y la comprensión entre sus hijos. Y si es necesario, debe ofrecer un suplemento de amor para aquellos pequeños y aquellos débiles que sufren más la falta de cariño familiar. En la Iglesia, por tanto, más que en ninguna otra parte, deben verse realizadas las palabras del Génesis: "No es bueno que el hombre esté solo". Sí, la Iglesia (que es la familia de Dios) se presenta como la familia de todos y por eso es la casa de la comunión donde nadie queda solo.

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.