ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de la Iglesia
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Libretto DEL GIORNO
Memoria de la Iglesia
Jueves 25 de octubre


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Yo soy el buen pastor,
mis ovejas escuchan mi voz
y devendrán
un solo rebaño y un solo redil.

Aleluya, aleluya, aleluya.

2Crónicas 9,17-31

Hizo el rey un gran trono de marfil y lo revistió de oro puro. El trono tenía seis gradas y un cordero de oro al respaldo, y brazos a uno y otro lado del asiento, y dos leones, de pie, junto a los brazos. Más doce leones de pie sobre las seis gradas a uno y otro lado. No se hizo cosa semejante en ningún reino. Todas las copas de beber del rey Salomón eran de oro, y toda la vajilla de la casa "Bosque del Líbano" era de oro fino. La plata no se estimaba en nada en tiempo del rey Salomón. Porque el rey tenía naves que navegaban a Tarsis con los siervos de Juram, y cada tres años venía la flota de Tarsis trayendo oro y plata, marfil, monos y pavos reales. Así el rey Salomón sobrepujó a todos los reyes de la tierra en riqueza y sabiduría. Todos los reyes de la tierra querían ver el rostro de Salomón, para oír la sabiduría que Dios había puesto en su corazón. Y cada uno de ellos traía su presente, objetos de plata y objetos de oro, vestidos, armas, aromas, caballos y mulos, año tras año. Tenía Salomón 4.000 caballerizas para sus caballos y carros, y 12.000 caballos, que puso en cuarteles en las ciudades de los carros y en Jerusalén junto al rey. Dominaba sobre todos los reyes desde el Río hasta el país de los filisteos y hasta la frontera de Egipto. Hizo el rey que la plata fuese tan abundante en Jerusalén como las piedras, y los cedros como los sicómoros de la Tierra Baja. Traían también caballos para Salomón de Musur y de todos los países. El resto de los hechos de Salomón, los primeros y los postreros, ¿no están escritos en la historia del profeta Natán, en la profecía de Ajías el silonita, y en las visiones de Yedó el vidente, sobre Jeroboam, hijo de Nebat? Salomón reinó en Jerusalén sobre todo Israel cuarenta años. Se acostó Salomón con sus padres, y le sepultaron en la ciudad de su padre David. En su lugar reinó su hijo Roboam.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Les doy un mandamiento nuevo:
que se amen los unos a los otros.

Aleluya, aleluya, aleluya.

En este pasaje el Cronista, sin distanciarse demasiado de la narración del libro primero de los Reyes (10,18-22), describe con tonos solemnes el trono colocado en la sala del "Bosque del Líbano": "El rey hizo un gran trono de marfil, que revistió de oro finísimo. El trono tenía seis gradas y un cordero de oro al respaldo, y brazos a uno y otro lado del asiento, y dos leones, de pie, junto a los brazos. Más doce leones de pie sobre las seis gradas a uno y otro lado" (v. 17). Y cierra con palabras de admiración: "Nada igual llegó a hacerse para ningún otro reino" (v. 18). Aquel trono simbolizaba la autoridad y el poder de Dios. Luego se alude a la riqueza de la vajilla y de los otros objetos de la gran sala, elaborados todos en oro fino (v. 20). Todo debe ser precioso y esplendoroso. Salomón aparece como el más grande de los reyes de la tierra: en él la suntuosidad de las riquezas muestra lo extraordinario de la sabiduría. Se había convertido en la referencia de los poderosos de entonces. El Cronista escribe que "Todos los reyes de la tierra querían ver el rostro de Salomón para escuchar la sabiduría con la que Dios había dotado su mente" (v. 23). Se realizaba así la invitación hecha por el salmista: "Por eso, reyes, pensadlo bien, aprended la lección, gobernantes de la tierra" (Sal 2,10-11). Y el Señor llama al rey de Israel "mi hijo" en el día de su entronización (Sal 2,7). Le son dadas en herencia las naciones; pero no las machacará con cetro de hierro (cf. Sal 2,9), en cambio las someterá con las armas de la sabiduría. Salomón es verdaderamente, como su nombre indica, un hombre de paz: los reyes del mundo le entregan no sólo tributos en especie y en objetos preciosos, sino también las armas (v. 24). En esta página se vislumbra el propio icono de Cristo, Príncipe de la paz, que ha confiado a su Iglesia la misión de reunir a los pueblos de la tierra para que se encaminen en la senda de la paz y de la fraternidad. Es una misión que debe ser ejercitada no mediante el dominio, sino con el servicio fuerte y humilde del amor por todos los pueblos de la tierra. El ejemplo de la reina de Saba es especialmente eficaz para mostrar la misión universal de la Iglesia respecto a los diversos pueblos de la tierra. La descripción del poder militar de Salomón y de la extensión del reino "desde el Río hasta el país de los filisteos y hasta la frontera de Egipto" (v. 26), significa la soberanía de Dios sobre los pueblos del mundo. En este punto el autor alude a la larga duración del reino de Salomón, cuarenta años, y a su gloria, omitiendo recordar sus debilidades. Su intento es presentar a Salomón como el "siervo de Dios" llamado a construir el templo para que sea el lugar de la gloria de Dios y referencia para todos los pueblos. Y asimismo en esto el pensamiento se proyecta sobre el futuro templo: Cristo y su Iglesia.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.