ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de la Iglesia
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Libretto DEL GIORNO
Memoria de la Iglesia
Jueves 8 de noviembre


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Yo soy el buen pastor,
mis ovejas escuchan mi voz
y devendrán
un solo rebaño y un solo redil.

Aleluya, aleluya, aleluya.

2Crónicas 20,1-37

Después de esto, los moabitas y ammonitas, y con ellos algunos maonitas, marcharon contra Josafat para atacarle. Vinieron mensajeros que avisaron a Josafat diciendo: "Viene contra ti una gran muchedumbre de gentes de allende el mar, de Edom, que están ya en Jasasón Tamar, o sea, Engadí." Tuvo miedo y se dispuso a buscar a Yahveh promulgando un ayuno para todo Judá. Congregóse Judá para implorar a Yahveh, y también de todas las ciudades de Judá vino gente a suplicar a Yahveh. Entonces Josafat, puesto en pie en medio de la asamblea de Judá y de Jerusalén, en la Casa de Yahveh, delante del atrio nuevo, dijo: "Yahveh, Dios de nuestros padres, ¿no eres tú Dios en el cielo, y no dominas tú en todos los reinos de las naciones? ¿No está en tu mano el poder y la fortaleza, sin que nadie pueda resistirte? ¿No has sido tú, oh Dios nuestro, el que expulsaste a los habitantes de esta tierra delante de tu pueblo Israel, y la diste a la posteridad de tu amigo Abraham para siempre? Ellos la han habitado, y han edificado un santuario a tu Nombre, diciendo: Si viene sobre nosotros algún mal, espada, castigo, peste o hambre, nos presentaremos delante de esta Casa, y delante de ti, porque tu Nombre reside en esta Casa; clamaremos a tí en nuestra angustia, y tú oirás y nos salvarás. Pero ahora, mira que los ammonitas y moabitas y los del monte Seír, a donde no dejaste entrar a Israel cuando salía de la tierra de Egipto, por lo cual Israel se apartó de ellos sin destruirlos, ahora nos pagan viniendo a echarnos de la heredad que tú nos has legado. Oh Dios nuestro, ¿no harás tú justicia con ellos? Pues nosotros no tenemos fuerza contra esta gran multitud que viene contra nosotros y no sabemos qué hacer. Pero nuestros ojos se vuelven hacia ti." Todo Judá estaba en pie ante Yahveh con sus niños, sus mujeres y sus hijos. Vino el espíritu de Yahveh sobre Yajaziel, hijo de Zacarías, hijo de Benaías, hijo de Yeiel, hijo de Mattanías, levita, de los hijos de Asaf, que estaba en medio de la asamblea, y dijo: "¡Atended vosotros, Judá entero y habitantes de Jerusalén, y tú, oh rey Josafat! Así os dice Yahveh: No temáis ni os asustéis ante esa gran muchedumbre; porque esta guerra no es vuestra, sino de Dios. Bajad contra ellos mañana; mirad, ellos van a subir por la cuesta de Sis. Los encontraréis en el valle de Sof, junto al desierto de Yeruel. No tendréis que pelear en esta ocasión. Apostaos y quedaos quietos, y veréis la salvación de Yahveh que vendrá sobre vosotros, oh Judá y Jerusalén. ¡No temáis ni os asustéis! Salid mañana al encuentro de ellos, pues Yahveh estará con vosotros." Josafat se inclinó rostro en tierra; y todo Judá y los habitantes de Jerusalén se postraron ante Yahveh para adorar a Yahveh. Y los levitas, de los hijos de los quehatitas y de la estirpe de los coreítas, se levantaron para alabar con gran clamor a Yahveh, el Dios de Israel. Al día siguiente se levantaron temprano y salieron al desierto de Técoa. Mientras iban saliendo, Josafat, puesto en pie, dijo: "¡Oídme, Judá y habitantes de Jerusalén! Tened confianza en Yahveh vuestro Dios y estaréis seguros; tened confianza en sus profetas y triunfaréis." Después, habiendo deliberado con el pueblo, señaló cantores que, vestidos de ornamentos sagrados y marchando al frente de los guerreros, cantasen en honor de Yahveh: "¡Alabad a Yahveh porque es eterno su amor!" Y en el momento en que comenzaron las aclamaciones y las alabanzas, Yahveh puso emboscadas contra los ammonitas y moabitas y los del monte Seír, que habían venido contra Judá, y fueron derrotados. Porque se levantaron los ammonitas y moabitas contra los moradores del monte Seír, para entregarlos al anatema y aniquilarlos, y cuando hubieron acabado con los moradores de Seír se aplicaron a destruirse mutuamente. Judá había venido a la atalaya del desierto y se volvieron hacia la multitud, pero no había más que cadáveres tendidos por tierra; pues ninguno pudo escapar. Josafat y su pueblo fueron a saquear los despojos y hallaron mucho ganado, riquezas y vestidos y objetos preciosos, y recogieron tanto que no lo podían llevar. Emplearon tres días en saquear el botín, porque era abundante. Al cuarto día se reunieron en el valle de Beraká, y allí bendijeron a Yahveh; por eso se llama aquel lugar valle de Beraká hasta el día de hoy. Después todos los hombres de Judá y de Jerusalén, con Josafat al frente, regresaron con júbilo a Jerusalén, porque Yahveh les había colmado de gozo a costa de sus enemigos. Entraron en Jerusalén, en la Casa de Yahveh, con salterios, cítaras y trompetas. El terror de Dios cayó sobre todos los reinos de los países cuando supieron que Yahveh había peleado contra los enemigos de Israel. El reinado de Josafat fue tranquilo, y su Dios le dio paz por todos lados. Josafat reinó sobre Judá. Tenía 35 años cuando comenzó a reinar, y reinó veinticinco años en Jerusalén. Su madre se llamaba Azubá, hija de Siljí. Siguió en todo el camino de su padre Asá, sin desviarse de él, haciendo lo que era recto a los ojos de Yahveh. Con todo no desaparecieron los altos, pues el pueblo aún no había fijado su corazón en el Dios de sus padres. El resto de los hechos de Josafat, los primeros y los postreros, están escritos en la historia de Jehú, hijo de Jananí, que se halla inserta en el libro de los reyes de Israel. Después de esto, Josafat, rey de Judá, se alió con Ocozías, rey de Israel, que le impulsó a hacer el mal. Se asoció con él para construir naves que fueran a Tarsis; y fabricaron las naves en Esyón Guéber. Entonces Eliezer, hijo de Dodaías, de Maresá, profetizó contra Josafat diciendo: "Por haberte aliado con Ocozías, Yahveh ha abierto brecha en tus obras." En efecto, las naves se destrozaron y no pudieron ir a Tarsis.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Les doy un mandamiento nuevo:
que se amen los unos a los otros.

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Cronista empieza a contar la batalla contra los Moabitas y los Amonitas, provenientes del este y del sur-este. Ya en el pasado los dos pueblos habían declarado la guerra a Israel. Ahora aparecen como una muchedumbre inmensa, muy superior a las fuerzas de Judá. Ya han llegado a Engadí, a pocos kilómetros al sureste de Jerusalén. Josafat, al ver las tropas desplegadas se asusta. Sin embargo, recordando lo que había sucedido anteriormente, decide no emprender ninguna acción militar ni alianzas políticas. Ahora busca, antes de nada al Señor e invita a todo el pueblo a imitarlo convocando un ayuno nacional. Llegan de todas las ciudades a Jerusalén para implorar al Señor. Es evidente que la realización de la reforma religiosa ha producido sus frutos. Realmente eran un sólo corazón y una sola alma dirigidos al Señor mientras se acercaba el peligro. El pueblo está reunido en oración y en actitud de penitencia ante el Señor. Josafat, de pie en medio de la asamblea, ruega al Señor reconociendo su fuerza: "¿No está en tu mano el poder y la fortaleza, sin que nadie pueda resistirte?" (v.6). A continuación recuerda al Señor la figura de Abraham, "tu amigo", a quien habías prometido una descendencia; y la conversación con Moisés antes de renovar el pacto en el monte Nebo. Acaba la intercesión repitiendo la oración de Salomón durante la dedicación del templo. Y al final, con humildad, pide ayuda al Señor; "No sabemos qué hacer. Pero nuestros ojos se vuelven hacia Ti"(v.12). El pueblo que escuchaba la súplica de Josafat, de pie, como él, ante el Señor, se une a la oración de su jefe. La súplica del rey recibe una respuesta en las palabras proféticas de Yajaziel, un levita de los hijos de Asaf. El Señor, efectivamente, suscita profetas en su pueblo para que no se quede sin palabras ni indicaciones. El oráculo empieza con la advertencia: "No temáis" (v.15) y se concluye con la promesa de salvación. El Señor intervendrá El mismo en la batalla: "No temáis ni os asustéis ante esa gran muchedumbre; porque esta guerra no es vuestra, sino de Dios" (v. 15). El "luchará por vosotros". El pueblo de Judá acompaña Josafat a la batalla, por la mañana temprano hacia el desierto de Yeruel, pero no parece una guerra. El rey exhorta una vez más a su pueblo: "Tened confianza en el Señor vuestro Dios y estaréis seguros; tened confianza en sus profetas y triunfaréis". El grito de guerra se ve sustituido por el canto de todo el pueblo del Señor que aterroriza a los enemigos y los hace huir. Es la fuerza débil de la oración que derrota al mal porque es el mismo Señor que lucha por su pueblo librándolo del ataque del mal. La guerra termina como había comenzado, es decir en el templo del Señor para alabar y agradecerle su protección. Pero Josafat, a pesar de todas estas pruebas de la protección de Dios, hacia el final de su reinado se alió con las tribus del norte. Esto no le gustó al Señor y sus planes fracasaron. Una vez más se recuerda el peligro del orgullo que te aleja de Dios y de perder su bendición.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.