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Liturgia del domingo
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Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo
Domingo 11 de noviembre

Homilía

La escena evangélica se abre con una singular indicación: "La muchedumbre le oía con agrado". ¿Por qué? Jesús tocaba el corazón de la gente porque la amaba hasta el punto de dar su propia vida por ellos. Escuchar el Evangelio, y escucharlo con agrado, era decisivo para la salvación. Ya el antiguo libro del Eclesiastés exhortaba al hombre sabio a "escuchar con interés toda la palabra que venga de Dios" (Si 6,35).
Estamos al término del viaje de Jesús hacia Jerusalén el contraste con los escribas y los fariseos alcanza su culmen. El evangelista Marcos subraya la diferencia entre la actitud de la muchedumbre y la de la jerarquía religiosa. No es una diferencia de pertenencia. El Evangelio del domingo pasado hablaba, por ejemplo de un escriba que "no estaba lejos del Reino de Dios". El fondo de la cuestión está en el corazón del hombre, es decir, si siente la necesidad de ser salvado. Jesús escucha las peticiones de la muchedumbre que lo sigue y no quiere desatender la necesidad y aún menos abandonarla a su destino. El rechazo o la desatención hacia aquel grito habría significado dejar a aquella muchedumbre en manos de los escribas y los fariseos, malos pastores, que habrían dejado a todos en la desesperación. La indiferencia nunca es neutra; es mucho más: abandonar a los más débiles a merced de los "escribas". Y cada época tiene sus "escribas" que pasean con su amplio ropaje, que ocupan los primeros asientos en las asambleas y las ágoras de la política y de la cultura, que reciben el saludo y el obsequio de la mayoría. Escribas y fariseos son aquellos que dictan qué es la felicidad o la infelicidad, son aquellos que gobiernan las conciencias y los gustos, que nos dirigen con una autoridad que a menudo no entendemos pero a la que nos sometemos. Son verdaderos "maestros" de vida. Tienen a su disposición poderosos medios, como poderosos y fuertes eran los escribas en el tiempo de Jesús. Él, tanto entonces como hoy, con la pobreza de la predicación evangélica quiere destronarles de su rol de guía para que no impongan más cargas pesadas e inútiles a las espaldas de la gente desesperada. Solo Jesús es el verdadero buen pastor.
Jesús no se detiene en su reproche y añade: "Devoran la hacienda de las viudas so capa de largas oraciones". Las haciendas de las viudas son aquellas casas que no tienen a nadie que las defienda. Todavía hoy vemos muchas casas de viudas y de huérfanos indefensos; a veces se trata de países enteros. Sí, hay muchas viudas como la de Sarepta de la que nos habla el primer libro de los Reyes. Muchos se ven obligados a decir: "No me queda pan cocido; solo un puñado de harina en el cántaro y un poco de aceite en la aceitera. Estoy recogiendo un par de palos, entraré y prepararé el pan para mí y mi hijo, lo comeremos y luego moriremos". En muchas casas y en muchas tierras no hay comida para el mañana. No hay futuro. ¿Quién velará por estas viudas? ¿Quién se ocupará de ellas? ¿Quién les dirigirá al menos una mirada?
Jesús las mira. Las mira del mismo modo que hoy ha fijado su mirada en la viuda que echaba su ofrenda para el templo. Jesús la ve mientras pone en manos del sacerdote únicamente dos moneditas. Lógicamente, nadie le presta atención. No es de familia noble ni de casa real para atraer la atención, no pertenece al mundo de las personas ricas o famosas. No reviste ninguna importancia. Si alguno de los presentes la ha visto, seguramente la habrá juzgado mal. ¿Qué ha dado? ¡Solo dos moneditas! Prácticamente nada, en comparación con las sustanciosas ofrendas de las que hacen ostentación los ricos. Sin embargo Jesús mira con cariño y admiración a aquella mujer, insignificante a los ojos de la mayoría y tal vez incluso despreciada. Solo él la mira así. Ni siquiera los discípulos se percatan de ella. Podemos imaginar a Jesús que al ver la escena llama a sus amigos para que dirijan su atención hacia aquella viuda. A los discípulos, distraídos o atentos solo a lo que impresiona, Jesús les enseña a mirar con amor y atención incluso las cosas más pequeñas. Con la solemnidad de los momentos importantes -¡muy distinto es el juicio de los hombres! - Jesús dice: "Os digo de verdad que esta viuda pobre ha echado más que todos los que echan en el arca del Tesoro. Pues todos han echado de lo que les sobraba, esta, en cambio, ha echado de lo que necesitaba todo cuanto poseía, todo lo que tenía para vivir". No se quedó para ella ni siquiera dos moneditas. Ella, a diferencia de los demás y de todos nosotros, amó a Dios con toda su alma y todas sus fuerzas, hasta dar todo lo que tenía.
No es ninguna casualidad que el evangelista coloque un episodio tan insignificante y tan poco vistoso como conclusión de la vida pública de Jesús y de sus enseñanzas en el templo de Jerusalén. Al contrario que en el caso del joven rico que "se marchó entristecido" porque tenía muchos bienes y quiso conservarlos (Mc 10,22), esta pobre viuda, dándolo todo, nos enseña cómo amar a Dios y el Evangelio. Ella se fue feliz. En realidad no era viuda. A ojos de los hombres parecía ser viuda. Pero sobre ella se habían posado los ojos de amor de Jesús. Nosotros disfrutaremos de la misma felicidad si, como ella, sabemos dar nuestro pobre corazón enteramente al Señor.

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.