ORACIÓN CADA DÍA

Liturgia del domingo
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Fiesta de Cristo Rey del universo Leer más

Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo
Domingo 25 de noviembre

Homilía

Hoy es la fiesta del Señor que es rey del universo. Realmente su reino no es de este mundo. El Evangelio, en efecto, nos habla de un hombre muy débil, despojado de todo, pobre, cuya vida depende en todo de los demás. ¿Cómo se puede pensar que un hombre así pueda ser rey de algo? No tiene ningún aspecto de potencia. En nuestro mundo en el que lo que cuenta es aparentar, ¿cómo podemos confiar en un hombre así, que muestra exactamente lo contrario de la fuerza? Incluso los que pasan delante de él pueden burlarse, hasta el punto de que -estando condenado a muerte- le echan en cara su fracaso gritándole: "Sálvate a ti mismo". Nosotros buscamos a los fuertes, a menudo los cortejamos, fácilmente lo sabemos todo de ellos (y tal vez no sabemos nada de nuestro vecino) porque pensamos que nos pueden dar protección, éxito, seguridad, reconocimiento y bienestar. ¡Pero alguien como Jesús no nos puede satisfacer! Al contrario, lo evitamos, porque nos recuerda nuestra débil humanidad. ¿Cómo puede él ser rey? ¿De qué? Como mucho, puede suscitar piedad. No obstante, le dice a Pilato: "Tú lo dices; yo soy rey. Para esto he nacido y para esto he venido al mundo". Aquel hombre, derrotado por pequeños reyes llenos de arrogancia y violencia y por una muchedumbre que le grita a la cara su sentencia, nada más y nada menos que aquel hombre proclama ser rey. Los reyes de este mundo quieren ser servidos, no servir. Quieren tener y no dar. Quieren imponer, hablar por encima de los demás, no pararse a escuchar a nadie. Quieren estar bien ellos, pero no saben ayudar a estar bien a los demás. Quieren tener razón y no cambiar nunca; ordenar y no obedecer a nadie. Ponen sus condiciones y se irritan si no se cumplen; eliminan a quien consideran enemigo o aquel que no les gusta. Los reyes de este mundo quieren ser amados pero no hacen el esfuerzo de humillarse a hacerlo realmente; están solos porque terminan por tener miedo del otro. Se rodean de cómplices y de súbditos, pero no tienen amigos. También Jesús se vio tentado a convertirse en un rey así. El mal lo quería asociar al poder del consumo, de las cosas, de intereses que hay que anteponer a todo, incluso a la Palabra de Dios. "Todo esto te daré si postrándote me adoras", le había dicho el diablo en el desierto. Jesús no se vende por dinero, no hace concesiones. Se niega a servir a los reinos de este mundo. "Mi reino no es de este mundo", le dice a Pilato. Jesús es rey porque sirve y ama. Rey, porque solo el amor manda realmente y es el verdadero poder sobre la creación, el único que puede entenderla y no echarla a perder. Rey, porque es hijo. Es rey no sobre los demás o contra los demás, sino junto y para los demás. Es rey porque no hay nada que pueda resistir al amor. Por eso él es el alfa y la omega, la primera y la última letra, tal como está escrito en el libro del Apocalipsis.
Su fuerza, la única que importa y que dura, es la del amor. Por eso es el más fuerte entre los fuertes de la tierra, por eso es rey del universo. Nos pide también a nosotros que confiemos en la fuerza de amar, que no la vaciemos de sentimientos, de inteligencia, de corazón; nos pide que no renunciemos por miedo, que no pensemos que es demasiado poco. Jesús, débil, manso y humilde de corazón, es rey para que todos nosotros, que somos débiles y necesitados, que somos poco, podamos vencer con él al maligno, al enemigo de la vida y del amor. También nosotros podemos ser suyos. Su reino pasa por este mundo, por nuestros corazones. Aquel que no pertenece a él termina por ser esclavo de la lógica de los reyes o de la seducción del poder y de la espada. Es hermoso y dulce pertenecer a él, porque en su reino de amor todo es nuestro, sin límites. "Ama y haz lo que quieras." Porque el poder del amor, como dice el profeta Daniel, dura eternamente, no pasa nunca. Los reyes de este mundo, terminan, pasan, como su fuerza; se revelan groseros, caducos, vulgares, llenos de obsesiones. Su reino no termina. Señor, rey del universo, ven pronto a secar las lágrimas de los hombres, a liberar del mal, del odio, de la violencia y de la guerra. Que venga pronto tu reino de paz y de justicia. Enséñanos a pertenecer a ti, a no tener miedo, a ser fuertes y libres en el amor, débiles como somos, débiles como tú, Señor, que eres un rey débil que ha derrotado al mal. A ti gloria y potencia, por los siglos de los siglos. Amén.

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.