ORACIÓN CADA DÍA

Vigilia del domingo
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Vigilia del domingo
Sábado 1 de diciembre


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Quien vive y cree en mí
no morirá jamas.

Aleluya, aleluya, aleluya.

2Crónicas 36,1-23

El pueblo de la tierra tomó a Joacaz, hijo de Josías, y le proclamó rey en Jerusalén, en lugar de su padre. Joacaz tenía veintitrés años cuando comenzó a reinar, y reinó tres meses en Jerusalén. El rey de Egipto le destituyó en Jerusalén, e impuso al país una contribución de cien talentos de plata y un talento de oro. El rey de Egipto proclamó rey de Judá y Jerusalén a Eliaquim, hermano de Joacaz, cambiándole el nombre por el de Yoyaquim. Y a Joacaz, su hermano, le tomó Nekó y lo llevó a Egipto. Yoyaquim tenía veinticinco años cuando comenzó a reinar, y reinó once años en Jerusalén. Hizo el mal a los ojos de Yahveh su Dios. Nabucodonosor, rey de Babilonia, subió contra él y le ató con cadenas de bronce para conducirle a Babilonia. Nabucodonosor llevó también a Babilonia algunos objetos de la Casa de Yahveh que depositó en su santuario, en Babilonia. El resto de los hechos de Yoyaquim, las abominaciones que cometió y todo lo que le sucedió, está escrito en el libro de los reyes de Israel y de Judá. En su lugar reinó su hijo Joaquín. Joaquín tenía ocho años cuando empezó a reinar, y reinó tres meses y diez días en Jerusalén; hizo el mal a los ojos de Yahveh. A la vuelta de un año mandó el rey Nabucodonosor que le llevasen a Babilonia, juntamente con los objetos más preciosos de la Casa de Yahveh, y puso por rey en Judá y Jerusalén a Sedecías, hermano de Joaquín. Sedecías tenía veintiún años cuando comenzó a reinar, y reinó once años en Jerusalén. Hizo el mal a los ojos de Yahveh su Dios, y no se humilló ante el profeta Jeremías que le hablaba por boca de Yahveh. También él se rebeló contra el rey Nabucodonosor, que le había hecho jurar por Dios; endureció su cerviz y se obstinó en su corazón, en vez de volverse a Yahveh, el Dios de Israel. Del mismo modo, todos los jefes de los sacerdotes y el pueblo multiplicaron sus infidelidades, según todas las costumbres abominables de las gentes, y mancharon la Casa de Yahveh, que él se había consagrado en Jerusalén. Yahveh, el Dios de sus padres, les envió desde el principio avisos por medio de sus mensajeros, porque tenía compasión de su pueblo y de su Morada. Pero ellos se burlaron de los mensajeros de Dios, despreciaron sus palabras y se mofaron de sus profetas, hasta que subió la ira de Yahveh contra su pueblo a tal punto que ya no hubo remedio. Entonces hizo subir contra ellos al rey de los caldeos, que mató a espada a los mejores en la Casa de su santuario, sin perdonar a joven ni a doncella, a viejo ni a canoso; a todos los entregó Dios en su mano. Todos los objetos de la Casa de Dios, grandes y pequeños, los tesoros de la Casa de Yahveh y los tesoros del rey y de sus jefes, todo se lo llevó a Babilonia. Incendiaron la Casa de Dios y derribaron las murallas de Jerusalén: pegaron fuego a todos sus palacios y destruyeron todos sus objetos preciosos. Y a los que escaparon de la espada los llevó cautivos a Babilonia, donde fueron esclavos de él y de sus hijos hasta el advenimiento del reino de los persas; para que se cumpliese la palabra de Yahveh, por boca de Jeremías: "Hasta que el país haya pagado sus sábados, descansará todos los días de la desolación, hasta que se cumplan los setenta años." En el año primero de Ciro, rey de Persia, en cumplimiento de la palabra de Yahveh, por boca de Jeremías, movió Yahveh el espíritu de Ciro, rey de Persia, que mandó publicar de palabra y por escrito en todo su reino: Así habla Ciro, rey de Persia: Yahveh, el Dios de los cielos, me ha dado todos los reinos de la tierra. El me ha encargado que le edifique una Casa en Jerusalén, en Judá. Quien de entre vosotros pertenezca a su pueblo, ¡sea su Dios con él y suba!

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Si tú crees, verás la gloria de Dios,
dice el Señor.

Aleluya, aleluya, aleluya.

La storia degli ultimi quattro re di Giuda corre velocemente verso la fine. Il Cronista la considera in maniera unitaria: è la generazione che va in esilio, ma anche quella che ascolterà l’invito di Ciro a ritornare in Gerusalemme. La narrazione si apre con un cenno al brevissimo regno di Ioacaz che durò solo tre mesi. Non si dice nulla rispetto al racconto parallelo del secondo libro dei Re. Viene quindi Eliakim, il quale però: “Fece ciò che è male agli occhi del Signore, suo Dio”. Fu fatto prigioniero da Nabucodonosor e deportato in catene a Babilonia. L’intera casa di Davide si era ormai messa su una strada che si allontanava sempre più dalla fede dei padri e che conduceva verso l’esilio. Nabucodonosor al posto di Eliakim mise Sedecia. Anche lui però: “Fece ciò che è male agli occhi del Signore”. Non ascoltò né il profeta Geremia che pure il Signore gli aveva inviato né ebbe l’accortezza di “umiliarsi” davanti a Nabucodonosor “che gli aveva fatto giurare fedeltà in nome di Dio”. Egli, nota il Cronista, “indurì la sua cervice e si ostinò in cuor suo a non far ritorno al Signore, Dio d’Israele”. L’indurimento del cuore e la sordità al Signore e ai suoi profeti continuano a tornare come ricorrenti protagonisti della rovina dei credenti. L’esempio dei re venne seguito anche da “tutti i capi di Giuda, i sacerdoti e il popolo” (v. 14). Il Cronista nota, comunque, che Dio non assiste passivamente all’infedeltà del suo popolo: “Mandò premurosamente e incessantemente i suoi messaggeri ad ammonirli, perché aveva compassione del suo popolo e della sua dimora” (v. 15). È una storia che continuamente si ripete. Le pagine della Scrittura continuano a mostrare la compassione di Dio da una parte, e l’ostinazione dei credenti nel tradire il Signore dall’altra. Nota amaramente il Cronista: “Ma essi si beffarono dei messaggeri di Dio, disprezzarono le sue parole e schernirono i suoi profeti” (v. 16). Gesù, che ben conosceva la vicenda di Israele, ha ricordato ai suoi ascoltatori questa lunga storia di non ascolto, che giunse sino alla decisione di uccidere la Parola stessa del Padre che si era fatta carne. È una storia che continua ancora oggi nel martirio di tanti cristiani, i quali anche a costo della vita non cessano di predicare l’amore di Dio. Il Signore sa bene che se la sua Parola è accolta, il Principe del male e i suoi servi sciocchi vengono sconfitti e allontanati. In caso contrario è inevitabile cadere nella condizione di schiavitù. È quel che accadde al popolo di Israele quando scelse di restare sordo agli avvertimenti del Signore. La condanna si materializzò nell’invasione dei babilonesi, con il conseguente esilio degli scampati dalla morte. La terra di Israele rimase svuotata dei suoi abitanti e dei suoi beni, come Isaia aveva profetizzato ad Ezechia: “Ascolta la parola del Signore: "Ecco, verranno giorni nei quali tutto ciò che si trova nella tua reggia e ciò che hanno accumulato i tuoi padri fino ad oggi verrà portato a Babilonia; non resterà nulla, dice il Signore. Prenderanno i figli che da te saranno usciti e che tu avrai generato, per farne eunuchi nella reggia di Babilonia” (2 Re 20,16-17). Ma la misericordia di Dio è più grande anche del peccato dei suoi figli. Ciro, re della Persia, fu mandato da Dio per annunciare agli Israeliti la liberazione: “Il Signore, Dio del cielo e della terra, mi ha concesso tutti i regni della terra. Egli mi ha incaricato di costruirgli un tempio a Gerusalemme, che è in Giuda. Chiunque di voi appartiene al suo popolo, il Signore, suo Dio, sia con lui e salga!” (v. 23). Il Dio dei Padri è il Signore della storia, di quella di Israele e di quella di tutti i popoli. È l’unica storia che tende - attraverso la missione del popolo di Israele e della stessa Chiesa - verso quel fine unico che è l’ingresso di tutti i popoli nella Gerusalemme celeste.

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.