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Memoria de la Madre del Señor
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Memoria de la Madre del Señor

Recuerdo de san Juan Damasceno, sacerdote y doctor de la Iglesia, que vivió en Damasco en el siglo VIII. Leer más

Libretto DEL GIORNO
Memoria de la Madre del Señor
Martes 4 de diciembre

Recuerdo de san Juan Damasceno, sacerdote y doctor de la Iglesia, que vivió en Damasco en el siglo VIII.


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Espíritu del Señor está sobre ti,
el que nacerá de ti será santo.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Romanos 1,8-15

Ante todo, doy gracias a mi Dios por medio de Jesucristo, por todos vosotros, pues vuestra fe es alabada en todo el mundo. Porque Dios, a quien venero en mi espíritu predicando el Evangelio de su Hijo, me es testigo de cuán incesantemente me acuerdo de vosotros, rogándole siempre en mis oraciones, si es de su voluntad, encuentre por fin algún día ocasión favorable de llegarme hasta vosotros, pues ansío veros, a fin de comunicaros algún don espiritual que os fortalezca, o más bien, para sentir entre vosotros el mutuo consuelo de la común fe: la vuestra y la mía. Pues no quiero que ignoréis, hermanos, las muchas veces que me propuse ir a vosotros - pero hasta el presente me he visto impedido - con la intención de recoger también entre vosotros algún fruto, al igual que entre los demás gentiles. Me debo a los griegos y a los bárbaros; a los sabios y a los ignorantes: de ahí mi ansia por llevaros el Evangelio también a vosotros, habitantes de Roma.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

He aquí Señor, a tus siervos:
hágase en nosotros según tu Palabra.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Pablo manifiesta el vivo deseo de visitar a los cristianos de Roma. Ya hace tiempo que desea ir a verles, pero hasta ahora le ha sido impedido. Quiere verlos, entre otros motivos, porque está admirado por la fama de su fe, que se ha extendido por todas partes. El apóstol da gracias ante todo al Señor por la vitalidad de la comunidad romana y les garantiza su recuerdo en la oración. No es una falsa adulación; el apóstol sabe bien –y en muchas ocasiones lo repite en sus cartas– que la oración recíproca refuerza la comunión y afianza la fe. De la misma manera, está también convencido de que la visita entre los hermanos permite compartir la alegría por los dones que Dios da a sus hijos y permite un enriquecimiento mutuo. Por eso escribe: «Ansío veros, a fin de comunicaros algún don espiritual que os fortalezca, o más bien, para sentir entre vosotros el mutuo consuelo de la común fe: la vuestra y la mía». Es necesario compartir la riqueza de la fraternidad: nadie puede vivir desligado de los demás, o aún peor, por su cuenta. Tal comunión debe producirse no solo entre los creyentes, sino también entre las comunidades cristianas. Se realiza así aquel círculo de comunión que enriquece a los unos y a los otros. Pablo lo dice de manera explícita: mientras escribe que quiere comunicarles un don espiritual para fortalecerles, al mismo tiempo también él desea ser consolado en su fe. En el intercambio fraterno se dan y se reciben al mismo tiempo dones, consolación y fuerza. Y la fuente de este consuelo recíproco es la adhesión al único Evangelio, a la única fe, que nos une en un único cuerpo y hace que seamos una única familia. Y tal comunión empuja a unos y a otros a una pasión más fuerte para comunicar el Evangelio al mundo. En todo caso, Pablo quiere enriquecer la comunidad de Roma con esta pasión, manifestándoles la «deuda» que siente de comunicar el Evangelio «a griegos y a bárbaros; a sabios y a ignorantes». Podríamos decir que Pablo quería que la universalidad de la salvación que contiene el Evangelio resplandeciera de manera especial en la comunidad de la capital del imperio. Ese es el don que les quiere comunicar. Cada creyente y cada comunidad deben sentir y sobre todo vivir esta deuda de anunciar el Evangelio a todos, hasta los confines de la tierra. El Evangelio hace de los discípulos «hermanos universales». Un Evangelio dirigido a toda la humanidad requiere de quienes lo viven una fraternidad sin límites.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.