ORACIÓN CADA DÍA

Liturgia del domingo
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo
Domingo 16 de diciembre

Homilía

«Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito, estad alegres» (Flp 4,4). Con estas palabras del apóstol Pablo se abre la liturgia de este Domingo, llamado por este motivo Domingo gaudete, Domingo de la alegría. El apóstol dictaba estas palabras mientras estaba encarcelado en Roma -cerca de Trastevere según la tradición- y quizá ya tenía ante sí la perspectiva de la pena capital. Y sin embargo se exhorta a sí mismo y a los cristianos de Filipo a alegrarse porque, añade, «el Señor está cerca». El motivo de la alegría está precisamente en la próxima llegada del Señor. También el profeta Sofonías exhorta a Jerusalén a alegrarse: «¡Grita alborozada, Sión, lanza clamores, Israel celébralo alegre de todo corazón, ciudad de Jerusalén!». ¿Por qué alegrarse? Sofonías lo explica: «Que el Señor ha anulado tu sentencia, ha alejado a tu enemigo… El Señor tu Dios está en medio de ti, ¡un poderoso salvador! … te renueva con su amor» (So 3,14-18). El profeta habla de la liberación de Jerusalén: desaparece la condena, se levanta el asedio a la ciudad, el enemigo se dispersa y la ciudad puede finalmente volver a respirar y a vivir. El Señor la ha salvado. La Palabra de Dios empuja a no dejarse llevar por la tristeza, a no dejarse vencer por la angustia. Tendríamos todos los motivos mirando a este mundo nuestro, viendo las numerosas guerras, las innumerables injusticias y la dramática crisis que estamos atravesando. ¿Cómo no estar tristes y angustiados ante todo esto? Sin embargo, la liturgia nos exhorta a alegrarnos. No porque -como a veces se repite superficialmente- el cristiano sea optimista por naturaleza. No, la cercanía de la Navidad es el motivo de nuestra alegría. Con la Navidad ya no estamos solos, el Señor viene a habitar en medio de nosotros.
La liturgia interrumpe la misma severidad del tiempo de Adviento: abandona los vestidos morados de la penitencia y se viste con los de la alegría, adorna el altar con flores y hace fiesta. En efecto, el Señor está llegando. Ya está cerca. En la liturgia todo se convierte en una invitación para que cada uno se disponga a acoger al Señor que viene. Se nos exhorta a levantarnos del sueño del egoísmo y de la embriaguez del orgullo para ir al encuentro de Jesús. Quedan pocos días para Navidad y nuestro corazón está todavía distraído y nada preparado. El evangelista Lucas anota que todo el pueblo esperaba al Mesías. Él cambiaría el mundo, liberaría a los hombres y a las mujeres de toda esclavitud, socorrería a los pobres y curaría a los enfermos. Por esto, muchos, procedentes de toda Galilea y Judea, -una multitud, advierte el evangelista- dejaban sus ciudades y los lugares donde habitualmente vivían para dirigirse al desierto y encontrar al Bautista.
También nosotros hemos dejado nuestras casas y sobre todo nuestros quehaceres habituales y nuestros pensamientos de cada día, para venir a escuchar a Juan Bautista en esta Santa Liturgia. Hoy es Juan quien habla en medio de nosotros. Su predicación tiene el mismo vigor, la misma fuerza de cambio que tenía entonces en el desierto, junto al río Jordán. Junto a aquella muchedumbre de hombres y mujeres, junto a aquellos soldados y aquellos publicanos que se habían agolpado alrededor de él, estamos también nosotros, y, con ellos, preguntamos: «¿Qué tenemos que hacer?». Es nuestra pregunta de hoy: ¿qué tenemos que hacer para acoger al Señor que viene? Juan responde con sencillez y claridad: «El que tenga dos túnicas, que dé una al que no tiene; y quien tenga de comer que haga lo mismo». La caridad es la primera respuesta al «¿qué hacer?». El amor gratuito, el servicio a los más pobres, la disponibilidad para amar a todos, disponen los corazones para acoger al Señor, a quien el evangelista Mateo sitúa bajo el semblante de los pobres y los débiles. Dirigiéndose a los publicanos y a los soldados, Juan exhorta a no exigir nada más de cuanto estaba acordado, y a no maltratar ni extorsionar a nadie. Pide, en definitiva, que sean justos, respetuosos unos con otros. El predicador del desierto recuerda que la espera del Mesías se cumple entre caridad y justicia, entre misericordia y respeto, entre ternura y compasión. ¿Acaso no dice Pablo a los Filipenses: «Que vuestra clemencia sea conocida de todos los hombres»? El Señor vendrá y descenderá al corazón de cada uno para bautizarnos en Espíritu Santo y fuego. Nadie se quedará con lo que tiene, nadie permanecerá tal y como es. El Espíritu Santo dilatará las paredes de nuestros corazones y el fuego de su amor nos guiará

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.