ORACIÓN CADA DÍA

Oración del tiempo de Navidad
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Oración del tiempo de Navidad
Viernes 11 de enero


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Gloria a Dios en las alturas, y paz en la tierra
a los hombres de buena voluntad.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Lucas 5,12-16

Y sucedió que, estando en una ciudad, se presentó un hombre cubierto de lepra que, al ver a Jesús, se echó rostro en tierra, y le rogó diciendo: «Señor, si quieres, puedes limpiarme.» El extendió la mano, le tocó, y dijo: «Quiero, queda limpio.» Y al instante le desapareció la lepra. Y él le ordenó que no se lo dijera a nadie. Y añadió: «Vete, muéstrate al sacerdote y haz la ofrenda por tu purificación como prescribió Moisés para que les sirva de testimonio.» Su fama se extendía cada vez más y una numerosa multitud afluía para oírle y ser curados de sus enfermedades. Pero él se retiraba a los lugares solitarios, donde oraba.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Aleluya, aleluya, aleluya.
Aleluya, aleluya, aleluya.
Aleluya, aleluya, aleluya.

Aleluya, aleluya, aleluya.

El evangelista Lucas nos sigue presentando la misión de Jesús. Es la forma con la que cada día podemos vivir nuestro discipulado. Sí, escuchar el Evangelio cada día y acogerlo en el corazón es la primera y fundamental forma de ser discípulos. En efecto, la escucha de la página evangélica no es como la lectura de un libro, aunque leamos un capítulo detrás de otro. Cuando leemos el Evangelio en el corazón se produce nuestro encuentro con Jesús y con los suyos. Es como decir que nos volvemos contemporáneos de Jesús, partícipes de la escena evangélica que escuchamos con nuestros oídos. Hoy, junto a Jesús, también nosotros encontramos a aquel leproso que se abre camino entre la multitud y que, superando las prohibiciones de la ley, se echa a los pies de aquel joven profeta. Qué ejemplo para nosotros, que tantas veces permanecemos distantes, alejados de Jesús, muchas veces con el cuerpo porque no participamos en la Santa Liturgia, pero también con la mente y el corazón dado que con mucha facilidad nos olvidamos de Jesús y de sus palabras. Aquel leproso, que buscaba ayuda y consuelo, supera dificultades objetivas y se postra a los pies de Jesús. Por lo demás, había sentido que aquel hombre bueno no alejaba a nadie y que se inclinaba sobre todos con amor. En efecto, también Jesús, superando reglas y tradiciones -y nos vienen a la mente las barreras que ponemos con los extranjeros, con los gitanos o los enfermos-, cuando ve al leproso no solo no lo aleja sino que lo «toca con la mano». Es un gesto que abate la barrera que separa al sano del leproso, y que sobre todo supera todo miedo. Esa mano que se extiende no es un gesto furtivo de valentía, es más bien la garantía de cercanía de un amor que permanece. Se puede decir que es el reflejo del amor que Jesús tiene por el Padre. Lo mismo hizo Francisco de Asís cuando bajó del caballo y besó al leproso: «lo que antes me parecía repugnante, ahora me parece dulce», escribe en el testamento poco antes de morir recordando este episodio. La multitud corría hacia Jesús para escuchar su palabra. Pero Jesús no se paraba para regocijarse en los honores, sino que se retiraba para rezar. Sabía que del Padre venía toda fuerza. Si eso es cierto para Jesús, ¡cuánto más para nosotros! Su nacimiento es una invitación a hacerle espacio en nuestra vida, para que su presencia traiga frutos buenos de conversión y una vida buena.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.