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Liturgia del domingo
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Fiesta del Bautismo del Señor Leer más

Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo
Domingo 13 de enero

Homilía

La fiesta del bautismo de Jesús continúa la serie de las manifestaciones del Señor. El 25 de diciembre Jesús se manifestó a María, a José y a los pastores; el 6 de enero se reveló a los Magos; hoy, a orillas del Jordán, se manifiesta a Juan y a todo el pueblo de Israel. Jesús, ya en los treinta, abandonó Nazaret y se fue al Sur de Palestina, a la región del río Jordán, donde el Bautista reunía a un gran número de personas que acudían a él para un bautismo de penitencia. Aquel día la escena se salió de lo común. Lucas advierte que todo el pueblo «estaba expectante» (3,15): esperaban un mundo nuevo, una palabra nueva, verdadera. Por esto muchos acudían a aquel lugar para escuchar al Bautista. Es obvio que no se espera un mundo nuevo si se siguen haciendo las mismas cosas de siempre y seguimos siendo los mismos. También Jesús abandonó la casa, la tierra, las ocupaciones de siempre y acudió donde aquel predicador en el Jordán. Tenía treinta años y llegó en medio de aquella multitud que escuchaba al Bautista. Se puso a la fila como todos, esperando su turno para aquel bautismo de penitencia. Juan, con el corazón afinado por la oración y con los ojos entrenados en leer las Escrituras, en cuanto le vio acercarse intuyó que el enviado de Dios era más fuerte que él y que no era digno ni de desatarle las correas de las sandalias. Según la narración de Mateo, Juan se burlaba y no quería bautizarle. Pero tuvo que ceder ante la insistencia de Jesús. Jesús se manifiesta con humildad. Se podría decir que la pobreza y la debilidad del niño depositado en el pesebre no han desaparecido en Jesús adulto. Sí, la humildad de aquel niño no ha disminuido al crecer. A nosotros nos pasa exactamente lo contrario: cuanto más crecemos en edad más sabios, fuertes e independientes nos sentimos. Jesús adulto se pone en fila y se deja bautizar; al final de sus días llegará a arrodillarse para lavar los pies de los discípulos y conocerá la terrible humillación de la cruz. Comenzó la vida acostado sobre la madera del pesebre, y la terminará colgado del madero de la cruz. Este es el Dios que se nos manifiesta.
Mientras, recogido en oración, Jesús se sumerge en el agua hasta desaparecer de la mirada de los presentes, y los cielos se abrieron. Es el momento esperado por multitud de profetas. Isaías lo había clamado con fuerte voz: «¡Ah! Si rompieses los cielos y descendieras» (63,19). Esta antigua oración es atendida en ese momento: «se abrió el cielo, bajó sobre él el Espíritu Santo» (Lc 3,21-22). El cielo triste de los hombres se abre y podemos mirar más allá. Un nuevo horizonte interviene en la vida de los hombres y se escuchan palabras nunca antes oídas: «Tú eres mi hijo; yo hoy te he engendrado». El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo descienden en medio de los hombres y muestran su amor. El cielo ya no está cerrado.
Si los ángeles fueron los que llevaron el anuncio a los pastores, y a los Magos la estrella, ahora es la voz misma del Padre la que indica a los hombres su Hijo. El Evangelio que escuchamos cada Domingo no es otra cosa que el eco de esta voz que desciende de lo alto. Pablo puede escribir a Tito: «se ha manifestado la gracia salvadora de Dios a todos los hombres» (2,11). El Evangelio es salvación para nosotros; es una gracia poderlo escuchar y seguir, tenerlo como amigo de la vida. El apóstol continúa: «nos enseña a que, renunciando a la impiedad y a las pasiones mundanas, vivamos con sensatez, justicia y piedad en el tiempo presente» (v. 12). Sí, el Evangelio enseña a vivir. Aquellos cielos abiertos a orillas del Jordán se abren ahora también para nosotros, para que podamos emprender una vida más feliz, más bella, más solidaria. En esta fiesta del bautismo de Jesús nosotros también queremos acercarnos a la predicación del profeta para revivir la gracia de nuestro bautismo. Que se abran los cielos también hoy y descienda sobre nosotros el Espíritu Santo para que seamos transformados en lo profundo de nuestro corazón. También nosotros escucharemos la voz del Padre que nos llama a formar parte de su familia, como hijos predilectos.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.